Josep Miró i Ardèvol

El peligro que significa la COVID-19 hasta que la dominemos, no debe hacernos indiferentes a los otros males que cabalgan sobre él, y que reclaman una respuesta cristiana.

El primero de estos peligros es el olvido de quienes están mucho peor que la mayoría de nosotros, el grueso social. Los inmigrantes sin papeles, familias, adultos, jóvenes, las personas que viven todavía en la calle o en infraviviendas, los que están hacinados en condiciones de pobreza. Todos ellos, debido al confinamiento, se han vuelto más invisibles, acceden con dificultad a las ayudas gubernamentales y necesitan una red de protección que solo la proximidad y capilaridad católica con su red de parroquias y centros puede dar. Esta es la gran tarea que hace la Iglesia en cada diócesis, y que debemos contribuir a reforzar con nuestra ayuda.

Más lejana pero no menos dolorosa es la situación de los refugiados que malviven en los campos de acogida en pésimas condiciones. Es la situación de muchas poblaciones de África, donde el confinamiento equivale a hambre, y de América Latina, donde la debilidad del sistema sanitario deja desasistida a mucha gente. No podemos olvidarnos de ellos pensando solo en nuestra tragedia.

Una segunda línea de tarea es la defensa de los descartados en el seno de nuestra sociedad. Está por hacer la reflexión de las causas reales, más allá de las lógicas debilidades biológicas, del trato dado a la gente mayor como grupo social. El escándalo de las residencias, que tiene profundas implicaciones políticas, pero también sociales y morales, es el fracaso de una determinada cultura que tiende a apartar a quienes considera de poco valor, dejando en los márgenes a quienes siempre habían sido objeto de escucha y respeto: los ancianos.

Se ha producido el cribaje por edad, la selección del derecho a vivir que se ha practicado, la eutanasia no solicitada. El utilitarismo de la vida humana, que ahora ha culminado en acciones muy desgraciadas, y lo peor de todo, aceptadas silenciosa o acríticamente por una parte de la propia sociedad, incluidos algunos profesionales de la salud. El documentado llamamiento de e-Cristians ha sido un toque de alerta. En este caso sí hay que decir que el gobierno reaccionó positivamente poniendo fin a estas prácticas.

Una tercera tarea ligada a la anterior es llevar al primer plano la vida como problema político. Porque es la política la que en buena medida la destruye. Primero ha sido el aborto, la manipulación de los embriones, la ausencia de políticas familiares, la falta de ayudas a las madres, el aceptar formas de vida indignas como quienes viven a expensas de la prostitución de mujeres y de quienes la hacen posible, la falta de vivienda digna donde construir un hogar, la discriminación de la asistencia médica por edad, y ahora como corolario y en medio de tanta tragedia, la continuidad en la tramitación de la ley orgánica para legalizar la eutanasia. ¡Qué escándalo, un parlamento semiparalizado quiere aprobar una ley que trata de cómo matar, cuando los cuidados paliativos son tercermundistas por falta de medios y cuando la atención debe centrarse en cómo procurar la vida!. Si sin la autoridad moral de la eutanasia legal se ha hecho lo que se ha hecho, ¿qué no sucederá si se legaliza? La gente mayor puede sentir temor de un estado de esta naturaleza y sospechar de él con toda razón. La Plataforma Los 7000, formada por una serie de entidades como ACP, Cristianos en Democracia, e- Cristians, Foro de la Familia y Federaciones Provida entre otras, ha hecho llegar al Congreso de los Diputados la iniciativa para paralizar la tramitación de esta ley. Es una necesidad apoyarla. Con intensidad.

Un cuarto eje es la defensa de los derechos civiles, sociales, culturales, económicos y políticos que la Constitución concreta. El necesario estado de alarma, el clima creado por el gobierno y sus medios afines, los instrumentos del poder, con el uso de la televisión pública y el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), están vulnerando cada vez más los derechos civiles. El confinamiento absoluto es un caso claro: no era posible en estado de alarma, que solo concreta restricciones a derechos, pero no los suspende, lo que requeriría el estado de excepción. La congelación del Parlamento, que solo hace unos pocos días ha reemprendido las sesiones de control, la utilización desmesurada de la fórmula del decreto ley, la identificación de toda crítica como un atentado a la unidad, o la consideración de que solo las versiones oficiales reflejan la verdad, son signos abundantes de un clima autoritario, como lo es la incapacidad para asumir ningún error ni crítica.

Todo esto genera una deriva política incompatible con el Estado de derecho y nuestra condición de ciudadanos. Un ejemplo de esta mentalidad es la actitud de la ministra Irene Montero, que no solo no reconoce el error de las manifestaciones del 8 M, sino que acusa de “machistas” a quienes lo hacen. Hay que releer la Carta de los 77, y observar el movimiento Carta 77 de la revolución de Praga, para encontrar inspiración en la respuesta, que no es otra que esta: El programa ahora es el cumplimiento real de los derechos constitucionales; de todos ellos, incluido el que trata sobre la libertad religiosa. Esto y plantear claramente la vida como problema político.

Finalmente, pero no menos importante, la defensa y promoción de un derecho fundamental porque está en la raíz de todos los demás: la libertad religiosa y de culto. Cuando este derecho se debilita, los demás empiezan a degradarse. No es aceptable de ninguna manera las intervenciones policiales en los templos cuando sus asistentes cumplían sobradamente las condiciones de seguridad, o el impedimento a los fieles a acudir a ellos. El estado de alarma limita determinadas prácticas, pero no puede prohibir la libertad religiosa y de culto con las restricciones de seguridad debida. Son los obispos de cada lugar quienes, de acuerdo con su autoridad canónica, establecerán el régimen en que deba ejercerse aquella libertad, pero no el gobierno, y mucho menos las policías en un exceso de celo perfectamente ilegal y por consiguiente denunciable, siempre y cuando exista un elemento justificante, la denuncia, por ejemplo, de su intervención. El dictamen elaborado por e-Cristians ofrece un criterio jurídicamente sólido de los derechos y la forma de ejercerlos.