ORACIÓN DEL MÉDICO

Manuel Lozano Garrido

Vengo hasta Ti porque tengo prisa en decirte que es maravilloso que vinieras al mundo y encajaras también en el esfuerzo de la Redención la noble tarea de sanar los cuerpos.

Porque fuiste el mejor médico de hace veinte siglos, yo vivo el alto honor de colaborar con tu ciencia, el privilegio de estar las veinticuatro horas del día en la salud y en la consolación de los hombres.

¿Sabes, mi Cristo? Desde que has sufrido y mueres en un Viernes Santo, vuelves a estar en Cruz cada hora en todos los que hiere el impacto del sufrimiento. Eres el ser que espera en mi antesala, el que se tumba en la mesa de operaciones y el que charla conmigo en la visita domiciliaria.

Casi apenas puedo hablar de otro modo que con la palabra “gracias”.

Gracias por haberme remontado hasta ese misterio clave del cristianismo que es la Resurrección.

Gracias por dejarme sentir tu emoción de cuando trabajabas el barro al recibir a las criaturas que nacen y por acusar, en el primer llanto de un niño, la trascendencia del dolor, inocente y santo, y, en la sonrisa de una mujer, la grandeza de la maternidad; por confiarme al hombre de por vida y estar, a su vez, en la frontera de los nacidos, rozándote temblorosamente en el misterio de la muerte.

Gracias por tu llamamiento a la generosidad, por la hermosura de dar y dar siempre, sin la esclavitud de sólo recibir; por tu fe en el concepto de la dignidad de los hombres, facultándome para hacer y deshacer con la vida y las potencias.

Yo sé que con todo lo que me has dado apenas si cabe pedir más en el mundo pero insisto en tender la mano porque esta gloria pesa sobre unas frágiles costillas de hombre. Fíjate en la raíz de mi súplica:

Que yo cuide a los que sufren como si hubiera sido tu médico de cabecera en el Calvario. Sólo deseo verte siempre al fondo del eclipse de los hombres, palpitante y glorioso también en las lágrimas, que son la custodia del dolor, el Octavo Sacramento. Cuanto más trágica sea una crisis o más acerada la pobreza, más veneración quiero sentir por tu agonía o tu humildad. Que mis manos recen también punzando un absceso o manejando el recetario.

Mi lema pienso que sea siempre el de un inmenso respeto a la vida, a la sagrada vida que has creado.

Quiero que me hagas fuerte para afrontar el fracaso y la maledicencia antes que derruir una esperanza o una posibilidad; que me pinchen las manos como cardos cada vez que me las cruce una tentación de impotencia.

Dame, Señor, la gracia de entender que amar es también clavar los codos sobre la mesa. Y recuérdame que estar al día de las conquistas científicas es entrar en el santuario de tu sabiduría y a la vez pasar una mano por la frente de los seres que amas.

Alcánzame la fecunda utilización de mi tiempo y la gracia de la emulación, el deseo de triunfar más por las vidas que se salvan que por la reputación.

Hazme humilde en los triunfos y fuerte en los fracasos, que nunca me carcoma el remordimiento de haber dado mi ciencia con cuentagotas.

Ser médico es estar al tanto de la soberbia confundida.

Por eso tengo ansia de la humildad-virtud, y que en la fortuna no se me ciegue mi naturaleza de limitación. Si participo en la alegría de tus tres años de curaciones portentosas, también quiero hacerlo en los treinta de vida de carpintero que es mi arcilla de creado.

Siento sed de serenidad. Haz que mi mano no tiemble cuando el “daño” sea necesario, pero que no lo apure ni una décima más de lo suficiente.

Dame la facultad de vivir siempre alerta, con las lámparas ardidas a media noche, junto a la familia, en el cine o en el café. Anotar una llamada; y sentir que es también tu voz la que avisa.

Mi petición más ardiente la pongo en la cordialidad, en el Premio Fin de Carrera o Doctorado del Corazón.

Cristo de los portentos como la lluvia: para mí también el milagro de la eterna primavera en el amor a los que me rodean; que de viejo todavía me siga doliendo el corazón con la misma intensidad que el día en que estrené mi licenciatura; estar curando o certificando y a la par hacer por cicatrizar esas mismas entrañas; que ni una noche deje caer la cabeza sobre la almohada sin haber sembrado una sonrisa, una conformidad y una esperanza.

Y ya al fin, tiro alegremente de tu fuente de paternidad y me doy a tu Providencia, porque quiero vivir avaramente el ansia de ser útil a los demás. En el mismo círculo de tu prodigalidad para con los pájaros y los lirios, pongo la vida propia y la del hogar que me encomiendas. Gracias, porque juraría que también habrás de ser generoso.

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ORACIÓN PARA AMAR EL SUFRIMIENTO

Manuel Lozano Garrido (Verano 1959)

Señor, ¿recuerdas  a Sebastián, el retrasado que gangueaba el “Ave  María” aquella noche?  Sus dedos torpes, deformes, alucinantes- como estos míos que vela la lente de la costumbre – los he tenido ahora sobre los labios, cosiéndome la plegaria.

Día por día, con sol y con niebla o bajo la lluvia opresiva del otoño, he anticipado en el umbral de cada mañana una palma mendicante, tendida a Ti como destinatario.

Me repugna poner cifras junto a esta espontaneidad cordial de la oración, pero Tu sólo sabes cuantas veces se ha repetido ésta pirotecnia de los cielos y yo estaba siempre con la misma frase y la misma voz gastada del ciego en las esquinas o el mutilado tras el platillo o el pañuelo suplicante.

Como se dice “pan”,  “adiós”, “agua” y “beso” mi boca adelanta  ya maquinalmente esto que no sabría concretarte, lo que se me ha metido de rondón en la entraña y le hace galopar como un caballo loco en busca de Tú sabes que nostalgias y lo que los dientes ven salir, convencionalmente alineadas  la A ante la M, la U tras de la S, en esta fórmula “Señor: que yo llegue a amar el sufrimiento

Te lo digo hoy aquí, en esta hora en que se rasga uno la camisa y aparece el pecho desnudo, con la cálida topada del corazón que sube y baja: nunca he sido más feliz que cuando sentía las células machacadas por el dolor, por esta proyección personal de tu redención; pero hoy mi breve salterio de amor se resiste a ser desmenuzado.

Me han sustraído el grito y la  voluntad, como en las noches de pesadilla, cuando el corazón se aterra y clama, mientras los labios siguen derrumbados como embebidos por una borrachera de cloroformo.

Fuerzo una oración silabeada, de párvulo y digo “amar” sonoramente como los niños dirían “balón”, pero ya la S me procesiona, el ridículo, la deformidad, la pobreza y el fracaso y la palabra “sufrimiento” se queda en la garganta, estrangulada por el tartamudeo del pánico.

Y sin embargo, sé que tocante a la sinceridad resistiría tus tremendas pupilas de juez.  Cuando yo te he dicho “dolor” tenía en el tímpano el alarido de mis vértebras desguazadas y lo subía al tuyo para que oyeras el transfondo armonioso del corazón,  feliz y esponjado como un azucarillo.

Resucitaría imágenes propias y entraría por la puerta un adolescente con corbata de estreno y cierta veneración por el escozor de su muela careada.

Si no profanara la huella de lo santo, te recordaría mi envidia de tus hombres predilectos, los que besaban la ulcera, se revolvían en el espino y alzaban la hermosa demencia de la cruz.

De Juan de Fontíveros me atrajo ese instinto que absorbía la crucifixión como la llama del pabilo; de Teresa, su martirio de deseo; de su hija de Lixieus, el de la esperanza; del “Poverello”, la santa fraternidad de la muerte.

Me acuso, Señor, de mi vuelo satánico por ser como Tú, insuflarle una mística pura de lágrimas y de sangre.

Pero ha bastado que se ize en el viento una mano engarfiada para que todo el tinglado se tambalee como una arquitectura de naipes.

Ahora, sobre el capricho y la hombruna vanidad de sufrir se apoyan unas muñecas y gallea la cara de un terror que es de carne.

Los dedos que hurgaban las estrellas están tumefactos por la magnitud de la caída.

En éste momento me acerco  a Ti con un rebullir de corderillo huérfano para que pongas en mi desarboladura la roca de tu sabiduría, la clave de tu palabra- la PALABRA.

Y para las líneas pautadas de mi oración, para estos garrapatos de colegial, te alargo un lápiz rojo porque quiero que Tú vayas tachando y dando giro a mi titubeo irresponsable.

Y es que ya sé que el dolor sin más, aséptico, desnudo, con la arista como fin, no tiene cabida en el dulce paraíso del Amor.

Ser santo, y paciente, y amante, y loco de Cruz es vivir la magia de las adivinaciones, el milagro de las transmutaciones.

Un obrero desbasta dos leños y permanece el rastro de la garlopa y la suavidad del cepillo.

Un santo se acerca al madero y le queda en la retina los chorros de unas sienes que se deslizan por la mandíbula y en el cuello las va frenando la coagulación.  Y si se revela la imagen, aquel ajusticiado tiene una ficha de nazareno y tu calentura, el cilicio, la fatiga, su cáncer, la “polio”, porque detrás está Getsemaní, el látigo de huesos, la Vía Dolorosa, el taladro de los miembros y la frondosa inmovilidad de veinte siglos.

TODO, Cristo, es fruto de amor; amor que Tu pones en el cuenco de tus manos, bien abarquilladas, y luego las relajas sobre el niño, la flor, el aire, la nobleza, el revés, la herida, para que todo susurre tu voz, tu aroma, tu aliento y tu figura.

Déjame pensar un momento… Sí; Tú eres amor y tu corazón se arma aglutinando todo lo que florece en el huerto y luego da la manzana sobre el mantel, el lavafrutas o los dientes del niño.

Amor es sentir en las raíces del pecho una succión que viene de pedacitos nuestros arraigados en el hermano, el amigo, el desconocido.

Amor es ver una cara sin rasgos y de pronto oírle la palabra y es  nuestra palabra;  Mirarle los ojos pardos y son también nuestros ojos;  Caer en la cicatriz de la barbilla y es también nuestra huella de un absceso.

Amor del tuyo es ese y más:  La palabra, los ojos pardos, la cicatriz tienen entonces el eco arameo de tus caminos, tu mirada de berbiquí que derrumbaba a Pedro, a Tomas y a Judas, el desgarrón de Longinos en esos pulmones que trasegaron el aire limpio de la inocencia absoluta y la bondad infinita.

Ya, Señor, puedo concluir; pero antes desearía pedirte que esta idea de tu encarnación en el dolor me la dejes quieta, inmóvil, imborrable, como en esos cortes de las películas rancias en que un hombre, se nos queda para rato con el vaso en el aire, a dos dedos de los labios.

Y ya que mi miseria se resiste a este trasplante glorioso de tu carne, inyecta en mi cerebro tu chispita divina para que yo vea en la mano crispada de Sebastian – en mi propia mano deforme – aquellos otros dedos que se aupaban sobre las muchedumbres para luego, dulce, pausada, armoniosamente, ir descendiendo sobre cada frente como una caricia, como un aliento, como un beso.

Ahora, si, intentaré poner en el pórtico de esta mañana, las palabras de siempre, vitalizadas ya con el nuevo borrador de tu inspiración: “Señor: que yo llegue a amarte en el sufrimiento”

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