Como cada año, el primer sábado de julio, y por decisión de la Asamblea General de las Naciones Unidas, se celebra el Día Internacional de las Cooperativas. En la hora presente, tan marcada por soluciones parciales, dictadas a menudo por visiones egoístas y autorreferenciales, es bueno recalcar la importancia de la colaboración, del trabajo en común, del compartir ideas e impulsar el diálogo, factores que hallan en estas entidades un ambiente propicio y significativo para su desarrollo y consolidación. El ámbito agrícola y ganadero es rico en este tipo de corporaciones, nacidas muchas de ellas al calor de la fe y puestas a menudo bajo el patrocinio de alguna advocación del Señor, la Virgen o los Santos.

Es evidente que las cooperativas tienen puntos débiles o perfectibles, no siendo el menor las dificultades que se experimentan no raramente a la hora de buscar una persona que rija la cooperativa movido por altas miras y no solo por meros fines crematísticos. De hecho, la mayoría de los fracasos o quiebras de las cooperativas son debidos a carencias o fragilidades en el vértice. Otro problema de no menor calado es cuando el propio crecimiento de la cooperativa hace olvidar las raíces de la misma, los primeros pasos, cuando el espíritu de familia y la sana y entusiasta colaboración sirvieron a la corporación de luminoso hontanar. Por ello, en lo que hay que incidir es en que nunca se pierda el espíritu de cooperación de los orígenes. Así, además, se evitará el peligro de objetivos perversos en la vida cooperativa, dejando la estructura cooperativista en una simple forma jurídica con beneficios fiscales.

En esta ocasión el tema general de esta jornada se centra en fomentar un consumo y una producción sostenibles, tanto de bienes como de servicios. El lema para 2018 –“Sociedades sostenibles a través de la cooperación”– por primera vez ha sido elegido gracias a la participación del público a través de Twitter.

Este hecho nos da pie a proponer una triple reflexión. O, si se prefiere, a sugerir tres aspectos de la palabra, vista como sustantivo, como adjetivo y como verbo. En principio, cuando hablamos de las cooperativas nos referimos a una realidad concreta y sustantiva: asociaciones participativas y solidarias en su administración y gestión. Igualmente, la palabra cooperativa es un adjetivo que cualifica un modo de situarse en la vida. Además, la cooperación se convierte en un verbo, una acción, como muestra el ejemplo de la elección del eslogan.

En primer lugar, es preciso aludir a su diversidad. Estas instituciones pueden ser cooperativas de producción o de consumo, rurales o urbanas, de ahorro o de trabajo, entre otras divisiones. Lo importante es un estilo de organización, de participación y de orientación a la misión. Así lo expresó el Papa Pablo VI cuando, en octubre de 1965, se dirigió a la Confederación Cooperativa Italiana, que en aquel momento agrupaba a casi dos millones de socios. Más allá de los números, el Pontífice reconoció este movimiento como un ejemplo de solidaridad, de espíritu de colaboración, de iniciativa y de búsqueda de la prosperidad. Una realidad viva y operante que “proclama ante el mundo la dignidad de la persona humana, su derecho y deber de respeto mutuo por la chispa divina que brilla en su rostro (cf. Sal 4, 7)”. Esta centralidad de la persona en la empresa (no solo en el trato que reciben, sino en el poder que se le reconoce) es lo característico de la cooperativa. Y hay que valorar lo que esto supone desde el contexto en que nació el movimiento cooperativo en la etapa más dura del capitalismo liberal de mediados del siglo XIX.

Un segundo aspecto va más allá de las cooperativas formalmente constituidas, para referirse a la actitud cooperativa, el estilo cooperativo, las relaciones cooperativas. En un mundo tan competitivo como el nuestro, conviene poner de relieve que los verdaderos éxitos vienen de la mano de la cooperación. “Las relaciones que se instauran en un clima cooperativo y solidario superan las divisiones ideológicas, impulsando a la búsqueda de lo que une más allá de lo que divide”, recuerda el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia (n. 420). Solo así construiremos sociedades sostenibles.

Junto a las cooperativas formales y a la actitud cooperativa, tenemos la cooperación en acción. Y esto tiene lugar tanto en el nivel pequeño de nuestras relaciones cotidianas, como en el plano global de las relaciones internacionales. Ya hace más de cincuenta años, Pablo VI animaba a “la búsqueda de medios concretos y prácticos de organización y cooperación para poner en común los recursos disponibles y realizar así una verdadera comunión” entre todas las naciones y todas las personas (Populorum Progressio, n. 43). Y me atrevo a completar el pensamiento del Papa Montini diciendo que unir voluntades, sumar iniciativas, compartir responsabilidades, promover la concordia, son principios válidos siempre y en cualquier esfera, no solo en el campo de la cooperación internacional para el desarrollo sostenible.

Pero, ¿por qué decimos que la cooperación es un medio para lograr sociedades sostenibles? La sostenibilidad solo será posible si, como agudamente señaló Benedicto XVI, se incluye la justicia en todas las fases de la actividad económica. Por ello, una exigencia actual es incluir “en las relaciones mercantiles el principio de la gratuidad y la lógica del don, expresiones de fraternidad” (Caritas in Veritate, n. 36). Las cooperativas son un medio precioso, creativo, eficiente y sostenible para lograrlo.

La sostenibilidad, al mismo tiempo, pide situar al ser humano en el centro de las relaciones sociales, de las decisiones políticas y de los procesos económicos. Una mirada cooperativa se opone con fuerza a toda visión que “considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar” (Evangelii Gaudium, n. 53). Como ha denunciado insistentemente el Papa Francisco, la cultura del descarte es radicalmente insostenible. En una sociedad cooperativa, las personas nunca serán vistas o tratadas como seres descartables, deshechos humanos o materiales sobrantes.

Otro aspecto de la sostenibilidad se refiere a la dimensión ecológica o socio-ambiental. En este sentido, el Santo Padre subraya que, a nivel local, “se están desarrollando cooperativas para la explotación de energías renovables que permiten el autoabastecimiento local e incluso la venta de excedentes” (Laudato Si’, n. 179). Igualmente, sigue diciendo Francisco, “se pueden facilitar formas de cooperación o de organización comunitaria que defiendan los intereses de los pequeños productores y preserven los ecosistemas locales de la depredación” (Laudato Si’, n. 180). Como sabemos, “no hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental” (Laudato Si’, n. 139). Y es ahí, justo en ese punto crucial, donde debemos aportar todas nuestras energías cooperando para el bien común.

El Día de las Cooperativas se convierte, pues, en una ocasión renovada para acoger el llamado del Obispo de Roma: “El desafío urgente de proteger nuestra casa común incluye la preocupación de unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral, pues sabemos que las cosas pueden cambiar” (Laudato Si’, n. 13). Efectivamente, las cosas pueden cambiar; y para ello contamos con cooperativas formales, con nuestra actitud cooperativa y, por supuesto, con la cooperación activa. Hemos de contar, en pocas palabras, sobre todo, con una voluntad que no sea miope, chata o sesgada, sino abierta, magnánima, esquiva con el malsano protagonismo, intransigente con el orgullo y la soberbia y dispuesta siempre a estrechar manos en el común camino de buscar juntos el bien común para construir una sociedad en donde el centro lo ocupe siempre la persona, toda la persona y todas las personas, sin exclusiones ni atisbos de insolidaridad.

Mons. Fernando Chica Arellano
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el IFAD y el PAM