Javier Junceda

La libertad en tiempos del virus

La libertad en tiempos del virus

Desde que Juan sin Tierra otorgó en 1215 la Carta Magna inglesa hasta nuestros días, la libertad ha estado amparada por los ordenamientos del mundo civilizado como uno de los más relevantes derechos. Sin excepciones, las garantías que se han venido proyectando sobre ella la sitúan en el vértice de los sistemas jurídicos occidentales, inmune a embates de cualquier género por ese subrayado carácter superior para nuestras sociedades.

Como en la fábula del lobo y el perro de La Fontaine, ni por el mayor de los tesoros renunciaríamos a la libertad, porque esta, como escribe Cervantes en el prólogo al Quijote, “no se vende por ningún oro”, lo que ahora comprobamos en primera persona con motivo de la reclusión forzosa a la que estamos sometidos. Desde luego, solo se descubre la verdadera dimensión de la libertad cuando nos falta.

Sucede, sin embargo, que esta inédita limitación de movimientos que padecemos, así como las demás decisiones coercitivas que se han venido dictando para combatir al invisible y mortífero virus que nos golpea, deben estar siempre sólidamente asentadas en el marco legal, dada su enorme trascendencia. De no ser así, toda merma de libertades devendrá ilegítima, aunque a bote pronto pueda parecer justificada.

Nuestras leyes, a la hora de combatir graves amenazas como la que sufrimos, prevén distintos remedios, entre ellos el estado de alarma que se ha declarado. La fórmula elegida, sin embargo, no prevé la suspensión de ningún derecho ciudadano, como cabe hacerse en el estado de excepción o de sitio, también previstos legalmente. Ni le está autorizado al estado de alarma afectar a derechos fundamentales o suprimirlos, aunque sí puedan verse constreñidos en cierta manera, como recuerda la Sentencia del Tribunal Constitucional 83/2016, de 28 de abril, sobre la alarma acordada con ocasión de la huelga salvaje de los controladores aéreos de 2010.

Es más, la ley orgánica aplicable a estas situaciones extraordinarias insiste en esa clave respetuosa de las libertades esenciales, solo permitiendo meras restricciones parciales y temporales, remarcando su estricta finalidad de arbitrar aquellas “medidas indispensables y proporcionadas a las circunstancias” de que se trate, entre las que, por cierto, no figura ninguna intervención pública de empresas o servicios en el supuesto concreto de las epidemias, como a la ligera ha sostenido algún ignaro, ni tampoco la interrupción del normal funcionamiento de los poderes del Estado, tal y como sorprendentemente se ha hecho con la Justicia.

En consecuencia, aceptando que de la información disponible por el gobierno sobre la crisis sanitaria se desprendiera la imperiosa necesidad de paralizar de inmediato el país, privando por completo de sus libertades básicas a la práctica totalidad de su población y regulando en profundidad sus relaciones laborales, con alteración significativa de la actividad económica o empresarial, cabe concluir en el pobre acierto del instrumento jurídico escogido, lo que sin duda puede abrir la puerta -con independencia de la sucesión de negligencias a las que estamos asistiendo en esta tragedia-, a reclamaciones patrimoniales en cascada frente a las Administraciones por los daños provocados a resultas de la aplicación de los actos y disposiciones aprobadas durante la vigencia del estado de alarma, posibilidad que reconoce incluso la ley orgánica de 1981.

Para el derecho romano, la salud del pueblo era la suprema ley. Y aquí debiera estar siéndolo en estos delicados momentos, aplicándose a fondo en la estricta lucha contra la infección y sus estragos, allegando medios materiales y humanos para su superación, pero congeniándola en lo posible con un régimen de libertades que ha costado siglos levantar y evitando en todo caso acabar con una economía que a ver cómo nos las vamos a arreglar para recuperar. Una calamidad de esta magnitud precisa de gobernantes que estén a la altura, y por lo que estamos viendo no parece ser esa la realidad.


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 Javier Junceda.

Es un prestigioso jurista y escritor, autor de más de un centenar de publicaciones jurídicas. Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Compagina el ejercicio de la abogacía con la docencia del derecho administrativo en universidades de Madrid, Barcelona y Oviedo. Es también el presidente de la Comisión de Español Jurídico de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, con sede en NY.