“NO ES LÍCITO HACER EL MAL PARA LOGRAR EL BIEN” (Rom 3,8)

Tal como explica la “Veritatis splendor” de S. Juan Pablo II, nunca una acción mala puede ser justificada por un fin bueno o unas consecuencias, aparentemente buenas.

Denuncia la VS que existen teólogos – y se explican en algunos seminarios y facultades de Teología (cfr. Nº 4)—que afirman que se pueden trasgredir los mandamientos de la Ley de Dios, si las consecuencias o el fin son buenos. (No existirían actos que fueran malos en sí mismos y que nunca fuera lícito cometerlos) ( errores de las teorías teleológicas, proporcionalistas y consecuencialistas).

Ello supone, tristemente, la difusión en la Iglesia de doctrinas incompatibles con la sana moral, y que, por desgracia, han tenido predicamento en el mundo con la aplicación de la deletérea máxima de “el fin justifica los medios”:

Lejos de las acciones realmente buenas, que son justicia para con Dios y los otros hombres, esto es, bien para todos, este fin aparentemente bueno, perseguido con medios perversos, no es bien para todos, sino sólo parcial o para algunos

Así, un Stalin ruso buscaba – al menos teóricamente – el bien de la clase proletaria, y se creyó con autorización para asesinar a millones de personas y oprimió gravemente al final a los propios trabajadores que había venido a salvar.

O un Hitler alemán que en nombre del bien de la patria masacró a millones de miembros de minorías, despreció cruentamente la patria de los otros y causó en definitiva gravísimos sufrimientos a sus propios connacionales.

O un Truman norteamericano, al que se intentó justificar “porque así salvó a muchos soldados americanos”, precipitando el fin de la guerra, al ordenar el lanzamiento de sendas bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, masacrando centenares de miles de personas civiles, incluidos niños, ancianos y mujeres inermes. Y comprometió al pueblo de su país en un crimen contra la humanidad, produciendo en alguno de los autores materiales del bombardeo un remordimiento desgarrador que le duró toda su vida.

Y todos estos practicantes del “el fin justifica los medios” se prevalían de los supuestamente fines y consecuencias buenos que se derivaban de sus acciones abominables, pretendiendo que ya no eran inmorales, puesto que el fin y consecuencias eran buenos.

Y no es precisamente edificante que algunos teólogos flirteen con estas posturas tan radicalmente inmorales, aduciendo que considerar el fin y las consecuencias de un acto gravemente contrario a los mandamientos puede justificarlo.

Y en línea con la justificación de actos inmorales, los teólogos aludidos para soslayar la obligatoriedad permanente de los santos mandamientos, afirman que cuando se promulgaron, la naturaleza del hombre era distinta; que esa naturaleza y ley moral consiguiente evolucionan, cambian, y que los mandatos se tendrían que acomodar a los cambios de la naturaleza del hombre, en definitiva a la nueva cultura (Ver VS nº 44, 45 y 51, universalidad e inmutabilidad de la ley natural).

Pero – y cito una revelación privada contemporánea – aunque el hombre llegara a ser capaz de asaltar planetas remotos o de emplear rayos desconocidos para actuar a distancia, seguiría siendo cierto que se impondría a su conciencia el “no matarás” o el “no cometerás adulterio”. Esencialmente la naturaleza del hombre es la misma antaño que hogaño, y el hombre actual entiende perfectamente el “no matarás” y los otros preceptos de la ley divina y natural, por mucho que la cultura dominante del presente afirme que es bueno matar al niño inocente aún no nacido, o que es estupendo cometer adulterio y “no reprimirse”, sin tener en cuenta el bien de los hijos del cónyuge inocente.

También afirman algunos que que el hombre obedezca a Dios en sus mandamientos iría en contra de su dignidad, sería una “heteronomía” o dependencia esclavizante de otro, Ignorando que la voluntad de Dios es como el oxígeno sin el cual el hombre disparatado, que quiere ser autónomo de dicho oxígeno, perece. Sólo en la aceptación amorosa de dicha voluntad divina el hombre respira, es realmente libre y realizado. La vida moral recta surge como una “respuesta de amor”, y, lejos de ser esclavizadores y arbitrarios sus mandatos, los mandamientos constituyen la condición básica para el amor al prójimo (y a Dios) y al mismo tiempo son su verificación (demuestran nuestro amor). (Ver VS nº, 10, 13 y 19 y 41, 45).

Con su cumplimiento nos adherimos a la persona misma de Cristo y participamos de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre (cfr. Nº 19).

Así, lo que por sus solas fuerzas al hombre le resulta imposible, todos somos débiles, resulta practicable cuando el Señor nos hace participar de su misma vida mediando el Espíritu Santo, escribiendo su Ley en nuestro corazón y no ya en tablas de piedra. La gracia de Dios coopera con nuestra libertad y se cumple que “mi yugo es suave y mi carga ligera”.

Tener la conciencia de estar en paz, en gracia de Dios, nos fortalece cada vez más y nos da una anchura de corazón que vale más que todos los tesoros del mundo. La sonrisa del Padre acompaña a quienes se esfuerzan en esa dura, dulce y amorosa obediencia.

Javier Garralda Alonso