La pandemia nos ha golpeado, y lo sigue haciendo, de una manera desgarradora. Decimos pan-demia precisamente porque es global; no la llamamos simplemente epi-demia, como si fuese algo superficial. No, la covid-19, como el virus de la miseria y el virus de la indiferencia, son fenómenos globales y profundos. Por mencionar un único dato, según un reciente informe de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el flagelo del coronavirus ha golpeado sin piedad a los trabajadores más vulnerables, de ahí que también haya agravado las desigualdades preexistentes. Dada la falta de protección social generalizada –por ejemplo, la de los 2000 millones de trabajadores del sector informal– las perturbaciones laborales relacionadas con la pandemia han tenido consecuencias catastróficas para los ingresos y los medios de subsistencia de infinidad de familias en el mundo (1).

En este contexto, quiero compartir unas reflexiones de aliento y esperanza, que ayuden a impulsar nuestro compromiso cotidiano con los más desvalidos de nuestras sociedades. Estamos en el mes de junio, marcado en el calendario litúrgico por las solemnidades del Corpus Christi y del Sagrado Corazón de Jesús. Ambas celebraciones ponen en el centro de nuestra atención el amor desbordante, gratuito, entrañable y eficaz del Verbo encarnado, que comparte nuestra historia y nuestra vida. Diré unas palabras, sencilla y brevemente, sobre la cultura del encuentro, la cultura del cuidado y la cultura de la solidaridad como luminarias que pueden esclarecer la hora presente.

La cultura del encuentro

“Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus Caritas Est, n. 1). Hallamos estas sabias palabras de Benedicto XVI en el inicio de su primera encíclica. Lo primero es el encuentro personal con Jesús de Nazaret, el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Por eso, en una línea semejante, decía el Papa Francisco en su primera exhortación apostólica: “Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso” (Evangelii Gaudium, n. 3).

Si esto es cierto siempre para cada persona que se declara cristiana, cuánto más podemos decirlo en este marco del Corazón de Jesús, de su Cuerpo y de su Sangre entregados por nosotros. Tenemos el reto (¡Y, a la vez, el privilegio!) de encontrar a Jesús en medio de nuestra vida y, especialmente, en el rostro de los pobres. Sí, en medio de sus dolores y fatigas, en medio de sus capacidades y sueños, en medio de sus congojas y esperanzas, está presente el Señor Jesús. Lo dijo Él mismo: “Tuve hambre y me dísteis de comer”. Pero, ¿cuándo fue eso, cuándo lo hicimos? “Os aseguro, cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (cf. Mt 25, 21-46). Podemos también evocar la parábola del Buen Samaritano (cfr. Lc 10, 25-37), que narra un encuentro en el camino, encuentro con el extraño-hecho-prójimo, a la que la encíclica Fratelli Tutti dedica su segundo capítulo.

Por eso, la Iglesia coloca en el centro siempre a la persona, con su máxima dignidad, como ser integral y social. Nuestra acción social es “una acción entendida como diálogo entre sujetos” como dice, por ejemplo, el Modelo de Acción Social de Cáritas Española (2) (que celebra su Día coincidiendo con el Corpus Christi). Es decir, que en el corazón de la Iglesia está la cultura del encuentro.

El encuentro se refiere, en primer lugar, a los encuentros interpersonales directos, cara a cara, pero no se agota ahí. Éste es uno de los subrayados insistentes de la última encíclica del Papa Francisco, que nos llama a la fraternidad universal. “La verdadera caridad […] debe expresarse en el encuentro persona a persona, [y] también es capaz de llegar a una hermana o a un hermano lejano e incluso ignorado, a través de los diversos recursos que las instituciones de una sociedad organizada, libre y creativa son capaces de generar” (Fratelli Tutti, n. 165). De esto también se sabe mucho en Cáritas; pienso, especialmente, en el área de cooperación internacional y en el Modelo de Cooperación Fraterna de Cáritas Española (3).

La cultura del cuidado

Ahora bien, hay que tener en cuenta que este encuentro entre sujetos con igual dignidad y derechos ocurre en medio de una sociedad marcada por la desigualdad, la injusticia y la discriminación. Es, por tanto, un encuentro asimétrico. La Iglesia sabe bien que esto es así, porque está en contacto permanente con personas que sufren la exclusión social, la vulnerabilidad, la marginación. Hay fracturas personales, relacionales, comunitarias y estructurales que requieren una atención específica y una acción adecuada.

La pandemia ha puesto delante de nuestros ojos estos retos de una manera particularmente aguda e intensa. Nos hemos hecho aún más conscientes de la vulnerabilidad personal y de la fragilidad del sistema social en que vivimos. Todos hemos podido sentir cerca la enfermedad, sea en nuestras propias carnes, sea en las de nuestros seres queridos. Hemos palpado la importancia de los cuidados. Hemos captado la urgencia de avanzar hacia una sociedad que cuida. Hemos reconocido la necesidad de crear una cultura del cuidado al servicio de la dignidad humana y del bien común. Nos hemos acercado al Corazón de Jesús, “lleno de bondad y de amor”, y hemos vuelto a experimentar que es “paciente y lleno de misericordia” para con todos.

Probablemente, sentir la propia vulnerabilidad nos ha hecho más empáticos ante el sufrimiento y la fragilidad del otro. Quizá, desde esa experiencia, reconocemos la importancia del cuidado interpersonal y la relevancia de construir una sociedad que garantice cuidados adecuados para todas las personas. Es posible, también, que hayamos estado atentos a los sufrimientos vividos en otras latitudes. Hemos visto la dramática carencia de camas UCI o, incluso, de oxígeno medicinal para atender a los enfermos por coronavirus. Nos interpela la clamorosa inequidad en la distribución de vacunas entre los distintas zonas del globo. A fecha del 1 de junio de 2021, el 37,9% de las vacunas contra la covid-19 se había administrado en países de renta alta, el 47,2% en los de renta medio-alta, el 14,6% en los de renta media-baja y un ridículo 0,3% en los países de renta baja (4).

Haremos bien en escuchar las palabras del papa Francisco: “Cuidar el mundo que nos rodea y contiene es cuidarnos a nosotros mismos. Pero necesitamos constituirnos en un ‘nosotros’ que habita la casa común” (Fratelli Tutti, n. 17). Un ‘nosotros’ sin exclusiones de ningún tipo. “Esto supone reconocer que el amor, lleno de pequeños gestos de cuidado mutuo, es también civil y político, y se manifiesta en todas las acciones que procuran construir un mundo mejor. Por esa razón, el amor no sólo se expresa en relaciones íntimas y cercanas, sino también en las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas” (Fratelli Tutti, n. 181).

La cultura de la solidaridad

Decimos que el Corazón de Jesús es “horno ardiente de caridad” y, a la vez, “receptáculo de justicia y amor”. Un modo de concretar este dinamismo es a través de la solidaridad, entendida como recia virtud moral. Para san Juan Pablo II, la solidaridad “no es un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (Sollicitudo Rei Socialis, n. 38). Por tanto, el compromiso cristiano se plasma en una acción integral, precisamente porque la persona es un ser integral. La solidaridad afecta a las comunidades, las sociedades y sus estructuras.

Los sufrimientos de los menesterosos y las exigencias de la realidad impiden que la palabra “solidaridad” se quede en eso, en una palabra. Nuestra solidaridad ha de ser efectiva, real, tangible, operativa. No es que vayamos a resolver todo, ni que busquemos protagonismos personales ni institucionales; tampoco queremos dejarnos envolver por una lógica efectista o mercantilista. Por eso hablamos más de ‘caminos’ que de ‘metas’, así como el papa Francisco prefiere dar prioridad al tiempo, es decir, “ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios” (Evangelii Gaudium, n. 223). Lo cual no quiere decir, por supuesto, que nos despreocupemos de los resultados o de la planificación.

“En estos momentos donde todo parece diluirse y perder consistencia, nos hace bien apelar a la solidez que surge de sabernos responsables de la fragilidad de los demás buscando un destino común”, leemos en Fratelli Tutti, n. 115. En una interesante nota, aclara el Papa que “la solidez está en la raíz etimológica de la palabra solidaridad. La solidaridad, en el significado ético-político que esta ha asumido en los últimos dos siglos, da lugar a una construcción social segura y firme”. Y continúa el Obispo de Roma: “La solidaridad se expresa concretamente en el servicio, que puede asumir formas muy diversas de hacerse cargo de los demás”. Y, un poco después, indica que la solidaridad “es pensar y actuar en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos. También es luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, de tierra y de vivienda, la negación de los derechos sociales y laborales” (Fratelli Tutti, n. 116).

Parece que, intuitivamente, aplicamos todo esto al ámbito local de una manera automática, aunque nos resulte exigente. Pero también estamos llamados a vivirlo en las dimensiones más amplias de nuestra existencia, cuando nos abrimos a la fraternidad universal y a las dinámicas globales. Podemos recordar aquella preciosa y estimulante frase, atribuida a diversos autores: “La solidaridad es la ternura de los pueblos”. Lo de menos es quién la pronunciase por primera vez, lo realmente importante es encarnarla en nuestras vidas.

Para acabar: cultura… y mística

Quiero terminar con dos reflexiones finales. He hablado de la cultura del encuentro, de la cultura del cuidado y de la cultura de la solidaridad. Pero, ¿por qué “cultura”? Pues porque no se trata simplemente de meros sentimientos o de acciones puntuales; se trata de una visión del mundo, de opciones compartidas, de actitudes que llegan a ser habituales, de prácticas concretas, de estilos organizativos, de relaciones interpersonales, de criterios valorativos… es decir, de una verdadera cultura. Y esto evoca también la palabra “cultivo”, tan ligada a la virtud de la paciencia, al esmero del artesano, que pone sudor y amor en todo lo que hace. Pone asimismo delicadeza, empeño, laboriosidad, hondura.

Por eso he querido hablar de cultura. Esta cultura brota del Evangelio y del Sagrado Corazón de Jesús, y así, busca dignificar la vida de los indigentes; es cultura de la Iglesia, cultura cristiana en el más recio sentido del término. Es, por lo mismo, verdadera espiritualidad. En ese sentido podemos hablar de una mística del encuentro, una mística del cuidado, una mística de la solidaridad. Y esto nos conduce a que anclemos nuestro corazón en Cristo, a pedir humildemente su Espíritu, a que nos sintamos Iglesia. De este modo alcanzaremos a vivir esta mística, a cultivarla y a compartirla. Y esto, porque, en realidad, “la razón del amor al prójimo es Dios, pues lo que debemos amar en el prójimo es que esté en Dios. Por lo tanto es evidente que son de la misma especie el acto con que amamos a Dios y el acto con que amamos al prójimo” (5) . Se entiende, entonces, que san Pablo dijera que “si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor [agape=amistad con Dios], de nada me serviría” (1 Cor 13, 3).

Puedo dar testimonio de que estas palabras del Apóstol se hacen carne cotidianamente en los miembros de la Iglesia, de manera especial en quienes participan de su acción socio-caritativa en Cáritas o en otras entidades, así como en quienes empeñan su vida en el ámbito de la cooperación internacional y luchando contra la tragedia del hambre. Lo hemos podido verificar especialmente, y de manera luminosa, en estos meses de inicuo sufrimiento por el coronavirus.

Junto a muchas personas sencillas, los voluntarios cristianos y los creyentes de a pie, en estos duros días, han ayudado generosamente y sin cansarse a quienes más lo necesitaban, cerca o lejos.

Que el Sagrado Corazón de Jesús nos impulse a seguir adelante por esta senda. Y que, al recorrerla, escuchemos lo que dice el Santo Padre, cuando afirma que los verdaderos héroes “no son los que tienen fama, dinero y éxito, sino son los que se dan a sí mismos para servir a los demás. Sentíos llamados a jugaros la vida. No tengáis miedo de gastarla por Dios y por los demás: ¡La ganaréis! Porque la vida es un don que se recibe entregándose. Y porque la alegría más grande es decir, sin condiciones, sí al amor. Es decir, sin condiciones, sí al amor, como hizo Jesús por nosotros” (6).

Mons. Fernando Chica Arellano

NOTAS.
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1 Cfr. OIT, Perspectivas sociales y del empleo en el mundo. Tendencias 2021. El texto se puede consultar en: https://www.ilo.org/ wcmsp5/groups/public/—dgreports/—dcomm/documents/publication/wcms_794492.pdf

2 Cfr. Modelo de acción social. Cáritas. Documentos Institucionales, pág. 6. 27. El texto pueden encontrarse en: https://www.caritasvitoria.org/datos/documentos/MAS_Espanola.pdf

3 El texto se puede encontrar en: https://www.caritasjaen.es/main-files/uploads/sites/23/2019/12/Modelo-de-cooperaci%C3%B3n-Fraterna-de-C%C3%A1ritas-Espa%C3%B1ola.pdf

4 Los datos se pueden consultar en: Our World in Data, https://ourworldindata.org/covid-vaccinations

5 Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología II-II, 25, 1.

6 Francisco, Homilía en la celebración del Domingo de Ramos y de la Pasión del Señor. XXXV Jornada Mundial de la Juventud. 5 de abril de 2020.

——————————————————————————-Artículo publicado en el Semanario La Verdad de la diócesis de Pamplona-Tudela