INTIMIDAD DE LA VIRGEN CON EL SEÑOR: MARÍA, MADRE DE DIOS

En Gálatas 4, 4 leemos: “Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer (…)”

Su Hijo – es decir el Verbo Eterno, segunda persona de la Santísima Trinidad – nace de mujer, se hace hombre.

María es pues madre de la persona divina de Jesús, Verbo que toma carne. Es madre de Dios en su naturaleza humana que Él asume en su encarnación, y cuya persona divina tendrá indisolublemente unidas además de su naturaleza eterna de Dios, la naturaleza humana que tiene un comienzo, cuando es concebido en María por el Espíritu Santo.

También en el Evangelio (Lucas 1, 42-45), dice Isabel: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí (…)”. Notemos que la forma usual de referirse a Yavéh, a Dios, es “Señor”. Es decir que su prima Isabel llama a María madre de Dios.

Y el concilio de Éfeso, ya en la antigüedad, definió como dogma que la Virgen es verdadera madre de Dios (ver Catecismo 466): “no porque el Verbo de Dios haya tomado de ella su naturaleza divina, sino porque es de ella de quien tiene el cuerpo sagrado dotado de un alma racional, unido a la persona del Verbo, de quien se dice que el Verbo nació según la carne.”

Los dogmas no son sólo para ser creídos intelectualmente, sino para ser vividos. En este caso para alabar a Dios, y aumentar nuestro amor a Dios y a la Virgen.

María es un espejo de la intimidad con Dios, que Él hubiera querido tener con todos y cada uno de los hombres y mujeres.

Hasta el punto que Dios – la persona divina de Jesucristo – le llama mamá y María le llama “hijo mio”. 

Intimidad no sólo en el gozo, sino también en el dolor, compartiendo como nadie la pasión redentora de Jesús, de Dios que muere por nuestra salvación.

Su pureza le acerca a una intimidad con el Señor que muestra o ilustra la locura de amor de Dios, su loco amor por su criatura más amada, el hombre y mujer, lo que Él sueña para cada uno de nosotros: que por el cultivo de la virtud nos acerquemos a Él como Padre adorado, el más amado.

Que nos abracemos a Él como al confidente de nuestras penas y alegrías, como la almohada de nuestros cansancios, como el Amor más íntimo y completo.

Dios se acercará a nosotros, pero nosotros tenemos que acercarnos a Él con humildad, es decir con verdad. Si damos un primer paso, el Señor dará los siguientes, pues ése es su deseo de infinito amor, hasta que gocemos de Él en el Cielo, de su amor insondable, entrañable y bienaventurado.

Y la Virgen María, que nos ama como ninguna madre, y quiere nuestra felicidad y plenitud, sólo desea acercarnos aunque no sea más que a una chispa de su bienaventurada intimidad con Dios. Ese Dios que es tan gigante como queramos – es Infinito – y tan pequeño y accesible como deseemos – es Amor.

Javier Garralda Alonso