Saludo a los participantes—
Quiero saludar cordialmente a la Presidenta de la Fundación en España, la Dra. Mónica López Barahona, y agradecerle su invitación a participar en este Congreso Internacional sobre Humanae Vitae organizado por la Cátedra Internacional de Bioética Jérôme Lejeune. Saludo también a todos los participantes y les deseo un feliz estancia en Roma.

Introducción
La encíclic Humanae vitae abordó cuestiones
 relativas a la sexualidad, al amor y a la vida, que están íntimamente interconectadas entre sí. Son cuestiones que nos afectan a todos los seres humanos de cualquier época. Por este motivo, su mensaje se mantiene hoy vigente y actual. El papa Benedicto XVI lo expresaba con estas palabras: «lo que era verdad ayer, sigue siéndolo también hoy. La verdad expresada en la Humanae Vitae no cambia; más aún, precisamente a la luz de los nuevos descubrimientos científicos, su doctrina se hace más actual e impulsa a reflexionar sobre el valor intrínseco que posee»[1]. El mismo Papa Francisco nos invitaba, en su Exhortación postsinodal Amoris Laetitiae, a volver a «redescubrir el mensaje de la encíclica Humanae vitae de Pablo VI»[2], como una doctrina que no solo debemos conservar, sino que se nos propone para ser vivida. Una norma que transciende el ámbito del amor conyugal y que es referencia para vivir la verdad del lenguaje del amor en toda relación interpersonal.

La audacia de la Humanae vitae
Se ha insistido en la audacia de Pablo VI por resistir las presiones para aprobación del uso de los anticonceptivos hormonales en las relaciones sexuales dentro del matrimonio católico. Sin embargo, en mi humilde opinión, la verdadera audacia de la encíclica es mucho más profunda. Es de carácter antropológico y es, en ese sentido, que esta encíclica nos puede ayudar hoy a afrontar los desafíos antropológicos que aparecen en nuestra sociedad.

La encíclica, al responder al problema del uso de los anticonceptivos, sitúa su juicio moral en una amplia perspectiva antropológica, con una visión integral del hombre y de su vocación divina[3]. La encíclica fundamenta su doctrina, sobre la verdad del acto de amor conyugal, en “la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador” [4]. Con este fundamento, se opone la antropología dominante que considera al ser humano constructor de sentido a través de sus acciones. Esto se traduce, en el ámbito de la sexualidad, en la pretensión que el hombre no puede limitarse a ser sujeto pasivo de las leyes de su propio cuerpo, sino que debe ser él quien dé significado a su propia sexualidad. Es la antropología que antepone la libertad a la naturaleza, como si se tratasen de dos elementos irreconciliables. Sin embargo, Pablo VI advierte que, previos a la libertad, existen unos significados, comprensibles al hombre por la razón, que el hombre no ha elegido, y que orientan y regulan su comportamiento. Si el hombre es capaz de reconocer e interpretar los significados unitivo y procreativo del acto conyugal, realizará rectamente su propia existencia y la llevará a plenitud. Para la encíclica, la naturaleza no está en tensión con la libertad, sino que da a la libertad los significados que posibilitan la verdad del acto de amor conyugal y le permiten su plena realización. Ésta es, a mi modo de ver, la verdadera audacia de Humanae vitae y que da a la encíclica su radical actualidad.

Rechazar la encíclica no supone, solamente, aceptar la moralidad de la anticoncepción, sino que implica asumir una antropología dualista que ve en la naturaleza una amenaza a la libertad y que considera que manipulando el cuerpo se pueden cambiar las condiciones de verdad del acto conyugal. La posibilidad de un amor con sexo pero sin hijos, derivará en la realidad de un sexo sin amor, que no solo ha producido una trivialización de la sexualidad humana, sino que ha provocado una transformación de la comprensión de lo que es la intimidad sexual y de lo que son, a nivel social, las relaciones sexuales.

Solo así se explica la incapacidad, que se da en las sociedades occidentales actuales, para reconocer las diferencias morales que se dan entre la unión sexual de un hombre con una mujer y la unión sexual entre dos personas del mismo sexo. Si es la persona quien tiene que dar sentido a su sexualidad, a través de sus actos libres, entonces, no hay problema en admitir, por ejemplo, la relación sexual entre personas del mismo sexo, pues lo único que importa es que esa “unión afectiva” sea libremente consentida. Así, según esta perspectiva, la libertad es la que determina la verdad de la acción. No se considera necesario que el acto humano, en este caso el acto de amor conyugal, responda a ningún significado preexistente, o natural, o establecido por Dios, sino que sea, simplemente, un acto libre. La encíclica se opuso a esta antropología y supo adelantar los problemas que de ella se derivan con una visión profética[5].

El aspecto profético de Humanae vitae: El cuerpo como problema
El rechazo de la Encíclica no solo ha afectado a la visión del amor y la sexualidad, también ha afectado a la percepción del propio cuerpo. La antropología anticonceptiva es una antropología dualista que tiende a considerar el cuerpo como un bien instrumental y no como una realidad personal. La expresión que da título a este congreso, “Mi cuerpo me pertenece”, recoge ese carácter instrumental del cuerpo, ese dualismo, donde el cuerpo queda reducido a pura materialidad y, por tanto, a objeto susceptible de manipulación.

Esta cosificación del cuerpo no solo supone la perdida de la verdad del amor humano y de la familia, sino que ha producido una alarmante disminución de los nacimientos y una multiplicación del número de abortos. El rechazo a la indisolubilidad de los dos significados, que proclamaba la regulación de la natalidad con el uso de los anticonceptivos, he evolucionado en la manipulación artificial de la transmisión de la vida, a través de las técnicas de reproducción asistida. Primero se aceptó una sexualidad sin niños y después se aceptó producir niños sin el acto sexual. La vida, fabricada, ya no se considera, por sí misma, como “don”, sino como “producto” y pasa a ser valorada en función de su utilidad. Esta utilidad, medida en funciones concretas, es lo que se denomina ahora “calidad de vida”. La calidad de vida se convierte así en un concepto discriminante entre vidas dignas de ser vividas y vidas indignas y que, por lo tanto, pueden ser suprimidas: abortos eugenésicos, eliminación de personas con discapacidad, eutanasia de enfermos terminales, etc. Y todo ello edulcorado con una cierta “compasión” hacia las personas que se encuentran en estas situaciones (eliminando al enfermo), compasión hacia sus familiares y hacia una sociedad que se librará de costes innecesarios[6].

Esa manipulación del cuerpo, propia del relativismo moral y presente en la antropología anticonceptiva, está presente en dos ideologías actuales: la ideología de género y el transhumanismo. Las dos parten de la premisa que no existe ninguna verdad que puede limitar la implantación de sus postulados ideológicos. De nuevo la libertad se coloca en contraposición a la naturaleza. Esta exaltación de la libertad, sin relación con la verdad, hace que ambas ideologías presenten el deseo y la voluntad como los garantes últimos de las decisiones humanas. Por eso la continuación de la frase “Mi cuerpo me pertenece” será… “y hago con él lo que quiero”. Este “lo que quiero” es la expresión del solo deseo como garante de la decisión moral. Pero es, precisamente, el propio cuerpo humano el que aparece como un obstáculo, como un límite, a la realización del deseo

Si la ideología de género pretende que los ciudadanos construyan socialmente su propio sexo, a partir de una supuesta neutralidad sexual, entonces debe negar una verdad antropológica básica como es el dimorfismo sexual (varón y hembra) propio de la especie humana. Y por eso, la ideología de género, niega que la identidad de la persona esté relacionada con su cuerpo biológico: la persona se identifica no por su cuerpo (sexo) sino por su orientación. Se borra toda relación con el género binario para proclamar la diversidad sexual.

De la misma manera, en el transhumanismo, la persona queda reducida a su mente, o mejor dicho, a sus conexiones neuronales como soporte de su singularidad. La singularidad es ahora la esencia de la persona, sin el cuerpo, que la identifica y que puede ser transferida a otro cuerpo humano, a un cuerpo animal, a un cyborg o a un simple archivo de memoria.

La ideología de género y el transhumanismo son expresiones de esa antropología, rechazada por Humanae vitae, que niega al cuerpo su carácter personal y lo reduce a mero objeto manipulable. La identidad cultural, social y jurídica de la persona no está intrínsecamente ligada a su masculinidad o feminidad. Su identidad personal se basa ahora en su orientación, es decir, sin conexión con el propio cuerpo y sin relación con el cuerpo del “otro”, con el sexo opuesto. Es una antropología que ha separado la vocación al amor de la vocación a la fecundidad. En este sentido es, fundamentalmente, una antreopología a-histórica, que busca solo el momento presente, una antropología del carpe diem.

En esta antropología, el cyborg aparece como su realización plena. A través del cyborg se alcanzará la verdadera emancipación biológica:
a) porque posibilitará la construcción del cuerpo y del sexo a través de la biotecnología;
b) porque el cyborg permite un mundo sin reproducción humana sexual; un mundo sin maternidad, sueño del feminismo radical.
El cyborg proyecta la ideología de género hacia un futuro post-género y el transhumanismo quiere, a través del cyborg, que ese futuro sea además post-humano.

La única respuesta posible frente a estas ideologías pasa por el redescubrimiento de una antropología integral de la persona, como proponía Humanae vitae, como unidad de cuerpo y alma; una antropología capaz de comprender la plenitud la libertad en la integración con la naturaleza humana. Solo así el ser humano llegará a ser él mismo. Benedicto XVI lo expresaba así en la Encíclica Deus caritas est: «El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad íntima […] es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma. Sólo cuando ambos se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente él mismo»[7]

Conclusión
Ya Juan Pablo II hizo notar, con motivo del vigésimo aniversario de la publicación de la Encíclica Humanae vitae, su carácter profético: «los años posteriores a la Encíclica – decía Juan Pablo II -, a pesar de la persistencia de las críticas injustificadas y de silencios inaceptables, han podido demostrar con claridad creciente que el documento de Pablo VI fue siempre no sólo de palpitante actualidad sino de un rico significado profético»[8].

El sentido profético de la Encíclica encuentra su fundamento en la concepción antropológica integral de lo que significa la verdad del amor, de la sexualidad y de la vida. Una antropología integral que rechaza, por una parte, el reduccionismo biológico del transhumanismo y, por otra parte, la negación del cuerpo que hace la ideología de género. La encíclica sigue vigente porque es la respuesta correcta, desde el Magisterio, a las antropologías dualistas que quieren instrumentalizar el cuerpo y que no son nuevos humanismos, postmodernos y seculares, sino verdaderos anti-humanismos. La encíclica nos propone una antropología de la totalidad de la persona, un antropología capaz de aunar la libertad con la naturaleza.

Hoy también se cumple lo que ya anunciaba de sí misma la encíclica: «Se puede prever que estas enseñanzas no serán quizá fácilmente aceptadas por todos: son demasiadas las voces —ampliadas por los modernos medios de propaganda— que están en contraste con la de la Iglesia. A decir verdad, ésta no se extraña de ser, a semejanza de su Divino Fundador, “signo de contradicción” (cf. Lc 2, 34); pero no deja por esto de proclamar con humilde firmeza toda la ley moral, tanto natural como evangélica»[9]. También nosotros, en medio de nuestro mundo, estamos llamados a ser “signo de contradicción”, proclamando con humildad y firmeza la verdad del ser humano, del amor, de la sexualidad y de la vida.

Deseo que este Congreso ayude a dar testimonio de esa verdad. Gracias.

* Prefecto Dicasterio para la Doctrina de la Fe

[1] Benedicto XVI, Discurso A los participantes en un Congreso Internacional sobre la actualidad de la Humanae vitae, (10 mayo 2008).

[2] Francisco, Exhortación apostólica postsinodal Amoris laetitiae, sobre el amor en la familia, (19 marzo 2016), n. 82.

[3] Cf. Pablo VI, Carta encíclica Humanae vitae, sobre la regulación de la natalidad (25 julio 1968), n. 7.

[4] Ibidem, n. 12.

[5] Ibidem, n. 17

[6] Cf. Congregación para la Doctrina de la FE, Carta Samaritanus bonus sobre el cuidado de las personas en las fases críticas y terminales de la vida (22 septiembre 2020).

[7] Benedicto XVI, Carta encíclica Deus cáritas estsobre el amor cristiano, (25 diciembre 2005), n. 5

[8] Juan Pablo II, Discurso A los representantes de las Conferencias Episcopales en el XX Aniversario de Humanae vitae, (7 noviembre 1988).

[9] Pablo VI, Carta encíclica Humanae vitae, sobre la regulación de la natalidad, (25 julio 1968), n. 18.

……………………………………………………………. Italiano:

Saluto ai partecipanti

Desidero salutare cordialmente la presidente della Fondazione in Spagna, la dott. Mónica López Barahona, e ringraziarla per l’invito a partecipare a questo congresso internazionale dedicato alla Humanae Vitae, organizzato dalla Cattedra internazionale di bioetica Jérôme Lejeune. Saluto inoltre tutti i partecipanti, augurando loro un felice soggiorno a Roma.

Introduzione

L’enciclica Humanae Vitae ha affrontato questioni relative alla sessualità, all’amore e alla vita, intimamente interconnesse tra di loro. Si tratta di questioni che coinvolgono ogni essere umano di qualunque epoca. Per questo motivo, il suo messaggio resta tuttora valido e attuale. Papa Benedetto XVI lo esprimeva con queste parole: «Quanto era vero ieri, rimane vero anche oggi. La verità espressa nell’Humanae vitae non muta; anzi, proprio alla luce delle nuove scoperte scientifiche, il suo insegnamento si fa più attuale e provoca a riflettere sul valore intrinseco che possiede» (Discorso ai partecipanti al congresso internazionale nel 40° anniversario dell’enciclica Humanae Vitae, 10 maggio 2008).

Lo stesso Papa Francesco ci invitava, nella sua esortazione post-sinodale Amoris Laetitia, a tornare a riscoprire «il messaggio della enciclica Humanae Vitae di Paolo VI» (n. 82), come una dottrina non solo da conservare, ma che ci viene proposta perché sia vissuta. Una norma che trascende l’ambito dell’amore coniugale e che è punto di riferimento per vivere la verità del linguaggio dell’amore in ogni relazione interpersonale.

L’audacia della Humanae Vitae

Si è insistito sull’audacia di Paolo VI nel resistere alle pressioni perché fosse approvato l’uso di anticoncezionali ormonali nei rapporti sessuali nell’ambito del matrimonio cattolico. Tuttavia, a mio modesto avviso, la vera audacia dell’enciclica risiede molto più in profondità. Essa è di carattere antropologico ed è, in tal senso, il fatto che questa enciclica ci può aiutare oggi ad affrontare le sfide antropologiche che si presentano nella nostra società.

Nel rispondere al problema dell’uso degli anticoncezionali, l’enciclica situa il suo giudizio morale in un’ampia prospettiva antropologica, con una visione integrale dell’uomo e della sua vocazione divina (cfr. n. 7). L’enciclica fonda la sua dottrina sulla verità dell’atto di amore coniugale nella «connessione inscindibile, che Dio ha voluto e che l’uomo non può rompere di sua iniziativa, tra i due significati dell’atto coniugale: il significato unitivo e il significato procreativo» (n. 12). Su questo fondamento si oppone all’antropologia dominante che considera l’essere umano costruttore di senso in virtù delle sue azioni. Nell’ambito della sessualità questo si traduce nella pretesa che l’uomo non può limitarsi a essere soggetto passivo delle leggi del suo corpo, ma che sia lui stesso a dare significato alla propria sessualità. È l’antropologia che antepone la libertà alla natura, come se fossero due elementi inconciliabili. Paolo VI avverte, tuttavia, che prima della libertà esistono alcuni significati, che l’uomo può cogliere grazie alla ragione, e che non è stato lui a scegliere, i quali regolano e orientano il suo comportamento. Se l’uomo è capace di riconoscere e interpretare i significati unitivo e procreativo dell’atto coniugale, realizzerà rettamente la propria esistenza portandola alla pienezza. Secondo l’enciclica, la natura non è in tensione con la libertà, semmai essa conferisce alla libertà i significati che rendono possibile la verità dell’atto di amore coniugale e ne permettono la piena realizzazione. Questa è, a mio avviso, la vera audacia dell’Humanae Vitae, che dà all’enciclica la sua radicale attualità.

Rifiutare l’enciclica non implica soltanto di accettare la moralità della contraccezione, ma di assumere un’antropologia dualista che vede nella natura una minaccia alla libertà, e che pensa di poter cambiare le condizioni di verità dell’atto coniugale manipolando il corpo. La possibilità di un amore che prevede il sesso ma non i figli, deriva in realtà da un sesso senza amore, che non ha solo prodotto una banalizzazione della sessualità umana, ma ha anche provocato una trasformazione della comprensione di ciò che è l’intimità sessuale e di ciò che sono, a livello sociale, i rapporti sessuali.

Solo così si spiega l’incapacità, presente nelle odierne società occidentali, di riconoscere le differenze morali tra l’unione sessuale di un uomo e di una donna e l’unione sessuale tra due persone dello stesso sesso. Se spetta alla persona dare senso alla sua sessualità, mediante i suoi liberi atti, allora non c’è problema nell’ammettere, per esempio, il rapporto sessuale tra persone dello stesso sesso, dal momento che l’unica cosa che importa è che questa “unione affettiva” sia libera e consensuale. Così, in base a questa prospettiva, è la libertà a determinare la verità dell’azione. Non si ritiene necessario che l’atto umano, in questo caso l’atto di amore coniugale, risponda ad alcun significato preesistente o naturale o stabilito da Dio, ma solo che sia un atto libero. L’enciclica si oppose a questa antropologia e seppe anticipare i problemi scaturiti da essa con una visione profetica (n. 17).

L’aspetto profetico della Humanae Vitae: il corpo come problema

Il rifiuto dell’enciclica non ha solo intaccato la visione dell’amore e della sessualità ma anche la percezione del proprio corpo. L’antropologia anticoncezionale è un’antropologia dualista che tende a considerare il corpo come un bene strumentale, e non come una realtà personale. La frase che dà il titolo a questo congresso, “Il mio corpo mi appartiene”, riassume questo carattere strumentale del corpo, questo dualismo, che riduce il corpo alla mera materialità e pertanto a un oggetto passibile di manipolazione.

Questa reificazione del corpo non solo presuppone la perdita della verità dell’amore umano e della famiglia, ma ha generato un calo allarmante delle nascite e un incremento del numero di aborti. Dal rifiuto dei due significati, rivendicando la riduzione della natalità mediante l’uso dei contraccettivi, si è sviluppata la manipolazione artificiale della trasmissione della vita, mediante le tecniche di riproduzione assistita. Prima si è accettata una sessualità senza figli, poi la produzione di figli senza l’atto sessuale. La vita, una volta fabbricata, non è più considerata di per sé come un “dono”, ma come un “prodotto” cui si attribuisce un valore in funzione della sua utilità. Questa utilità, misurata in funzioni concrete, è ciò che attualmente viene definito “qualità della vita”. La qualità della vita si trasforma così in un concetto discriminante tra vite degne e vite indegne di essere vissute, che pertanto possono essere soppresse: aborti eugenetici, soppressione dei disabili, eutanasia di malati terminali, eccetera. Il tutto edulcorato da una certa “compassione” verso chi si trova in questa situazione (eliminando il malato), compassione verso i suoi familiari e verso una società che si libererà di costi inutili (cfr. Congregazione per la Dottrina della Fede, Samaritanus Bonus sulla cura delle persone nelle fasi critiche e terminali, 22 settembre 2020).

Questa manipolazione del corpo, propria del relativismo morale e presente nell’antropologia anticoncezionale, si riscontra in due ideologie attuali: l’ideologia del gender e il transumanesimo. Entrambe partono dalla premessa che non esiste alcuna verità in grado di limitare l’impiantarsi dei suoi postulati ideologici. Di nuovo la libertà è collocata in opposizione alla natura. Questa esaltazione della libertà, priva di relazione con la verità, fa sì che entrambe le ideologie presentino il desiderio e la volontà come garanti ultimi delle decisioni umane. Per questo la frase “Il corpo è mio” continua: “…e con esso faccio quel che voglio”. “Quello che voglio” esprime il solo desiderio come garante della decisione morale. Ma è esattamente il proprio corpo umano ad apparire come un ostacolo, un limite, alla realizzazione del desiderio.

Se l’ideologia del gender pretende che i cittadini costruiscano socialmente il proprio sesso, partendo da una supposta neutralità sessuale, si deve allora negare una verità antropologica di fondo come il dimorfismo sessuale (maschio e femmina) proprio della specie umana. Pertanto l’ideologia del gender nega che l’identità della persona sia in relazione con il suo corpo biologico: la persona non si identifica con il suo corpo (sesso), ma con il suo orientamento. Si cancella ogni relazione con il genere binario per proclamare la diversità sessuale.

Allo stesso modo, nel transumanesimo, la persona è ridotta alla sua mente, o meglio, alle sue connessioni neuronali quale fondamento della sua singolarità La singolarità è ora l’essenza della persona, senza il corpo, che la identifica e che si può trasferire a un altro corpo umano, a un corpo animale, a un cyborg o a un semplice file.

L’ideologia del gender e il transumanesimo sono manifestazioni di questa antropologia – rigettata dalla Humanae Vitae – che nega al corpo la sua dimensione personale, riducendolo a mero oggetto manipolabile. L’identità culturale, sociale e giuridica della persona non sarebbe intrinsecamente connessa alla sua mascolinità o femminilità. La sua identità personale si baserebbe ora sull’orientamento, cioè senza connessione con il proprio corpo e senza relazione con il corpo dell’“altro”, con il sesso opposto. È una antropologia che ha separato la vocazione all’amore dalla vocazione alla fecondità. In tal senso è fondamentalmente un’antropologia a-storica, che cerca solo il momento presente, un’antropologia del carpe diem.

In questa antropologia il cyborg appare come la sua piena realizzazione. Mediante il cybor si compirà la vera emancipazione biologica:

1.poiché renderà possibile la costruzione del corpo e del sesso attraverso la biotecnologia;

2. perché il cyborg permette un mondo senza riproduzione umana sessuale; un mondo senza maternità: il sogno del femminismo radicale.

Il cyborg proietta l’ideologia del gender verso un futuro post-gender e il transumanesimo mira a far sì che, attraverso il cyborg, che questo futuro sia post-umano.

La sola risposta possibile di fronte a queste ideologie passa per la riscoperta di una antropologia integrale della persona, come proponeva la Humanae Vitae, come unità di corpo e anima; un’antropologia capace di comprendere la pienezza e la libertà integrate con la natura umana. Solo così l’essere umano potrà essere sé stesso. Benedetto XVI lo esprimeva così nell’enciclica Deus Caritas Est: «L’uomo diventa veramente se stesso, quando corpo e anima si ritrovano in intima unità […] è l’uomo, la persona, che ama come creatura unitaria, di cui fanno parte corpo e anima. Solo quando ambedue si fondono veramente in unità, l’uomo diventa pienamente se stesso» (n. 5).

Conclusione

Già Giovanni Paolo II fece notare, in occasione del 20° anniversario della promulgazione dell’enciclica Humanae Vitae, il suo carattere profetico: «gli anni successivi all’enciclica – disse Giovanni Paolo II – nonostante il persistere di critiche ingiustificate e di silenzi inaccettabili, hanno potuto mostrare con crescente chiarezza come il documento di Paolo VI fosse non solo sempre di viva attualità, ma persino ricco di un significato profetico» (Discorso ai rappresentanti delle conferenze episcopali nel XX anniversario della Humanae Vitae, 7 novembre 1988).

Il senso profetico dell’enciclica trova fondamento nella visione antropologica integrale di ciò che significa la verità dell’amore, della sessualità e della vita. Un’antropologia integrale che da un lato rifiuta il riduzionismo biologico del transumanesimo e dall’altro la negazione del corpo tipica dell’ideologia del gender. L’enciclica continua a essere valida perché è la risposta corretta del magistero alle antropologie dualiste che mirano a strumentalizzare il corpo e che non rappresentano nuovi umanesimi, post-moderni e secolari, bensì autentici anti-umanesimi. L’enciclica ci propone un’antropologia della totalità della persona, un’antropologia capace di coniugare libertà e natura.

Oggi si compie inoltre ciò che già l’enciclica aveva annunciato: «Si può prevedere che questo insegnamento non sarà forse da tutti facilmente accolto: troppe sono le voci, amplificate dai moderni mezzi di propaganda, che contrastano con quella della Chiesa. A dir vero, questa non si meraviglia di essere fatta, a somiglianza del suo divin Fondatore, “segno di contraddizione”, ma non lascia per questo di proclamare con umile fermezza tutta la legge morale, sia naturale, che evangelica» (Humanae Vitae, n. 18). Anche noi, nel mondo in cui viviamo, siamo chiamati a essere “segno di contraddizone” proclamando con umiltà e fermezza la verità dell’essere umano, dell’amore, della sessualità e della vita.

Auspico che questo congresso contribuisca a rendere testimonianza a questa verità. Grazie.

Prefetto del Dicastero per la Dottrina della Fede