Y la trasmisión de la vida

La clave de todo está en el amor, un amor digno de ese nombre. Y el amor por su propia naturaleza tiende a propagarse, a expandirse; es difusivo.

Así el amor de la pareja humana tiende a ensancharse entre quienes rodean a la familia y de un modo natural y especial en los hijos, frutos del amor conyugal (aunque los cónyuges estériles, pueden realizar su amor unitivo y la expansión del mismo por otros canales, de modo legítimo y pleno – Cfr. “Humanae Vitae, de Pablo VI, nº 11, y Catecismo 2379).

El matrimonio pide por sí mismo un amor para siempre, que es intuición de los enamorados, aunque, pasado ese estado, exige un esfuerzo de la voluntad, auxiliado por la gracia de Dios que confiere el sacramento esponsalicio. 

Y ese amor entre los esposos es para siempre no sólo en esta vida, sino que se proyecta hacia la eternidad. Así en un amor verdadero y maduro el esposo, o la esposa, buscarán, ante todo, la salvación eterna del cónyuge, reencontrarse en el Cielo.

El esposo, o la esposa, tienen que amar con cuerpo y alma, es decir con toda su persona y amar a la persona total de su cónyuge, es decir su cuerpo y su alma. El lenguaje del cuerpo, el amor corporal, debe ser fruto o traducción del amor del alma. Así el amor conyugal resulta inmensamente ennoblecido y es participación santa en el amor unitivo y creador de Dios. Ese Dios que reina en la familia santa que es Iglesia doméstica.

Y con voz más autorizada que la nuestra leemos en Humanae Vitae, nº 9, que el amor conyugal “Es, ante todo, un amor plenamente humano, es decir sensible y espiritual al mismo tiempo. No es por tanto una simple efusión del instinto y del sentimiento, sino que es también y principalmente un acto de la voluntad libre, destinado a mantenerse y a crecer mediante las alegrías y los dolores de la vida cotidiana, de forma que los esposos se conviertan en un solo corazón y una sola alma y juntos alcancen su perfección humana”.

El amor es indivisible: no se puede amar verdaderamente si se excluyen de ese amor a otros seres humanos implicados y por tanto el amor unitivo viene ligado al amor procreador, al amor a los hijos. Y cerrar el paso a los hijos de modo absoluto es convertir el amor en un amor asfixiado.

También recoge la HV (números 11, 12 y 14) que la procreación, la paternidad debe ser responsable, siempre con medios morales. Pero falsificar la potencialidad de fecundidad del acto unitivo nunca será lícito; iría contra la esencia amorosa del matrimonio suprimir directamente la apertura a la vida del acto conyugal. Y no es lícito hacer algo malo para buscar algo bueno.

Por tanto, el Papa cree ilícito el control químico de la procreación. Y, claro y con mayor razón, la esterilización artificial y el crimen del aborto, que a veces autoridades tiránicas fuerzan a realizar.

Pero hay un medio virtuoso para plasmar una paternidad responsable que es la abstinencia sexual en los períodos fecundos de la mujer, que es el camino lícito que abre el Papa cuando hay razones graves para espaciar los nacimientos (HV, nº 10).

Y antes se hacía eco el Papa de las razones para impulsar una paternidad responsable con medios lícitos (HV nº 2) recogiendo “el temor de que la población aumente más que las reservas (…)”. Ello a nivel individual puede ser real y aconsejar una paternidad responsable.

Aunque globalmente y supuesta una distribución justa se producen suficientes alimentos para una población creciente. Sin embargo, determinados agentes muy `poderosos resucitan la periclitada teoría de Malthus: el nuevo agricultor produciría cada vez menos sobre una tierra constante y limitada, condenando a muchos a morir de hambre. No tuvo este antiguo economista in mente el factor capital tecnológico (nuevas semillas y abonos, insecticidas, riego racional…) que multiplica el rendimiento de la tierra y hace que el nuevo agricultor produzca más.

Como muestra el economista, premio Nóbel, Amartya Sen en su obra “Hunger and Political Action” (Jean Drèze y Amartya Sen – Oxford, 1989, cuadro 2, 3) la producción de alimentos por persona per cápita) creció un 2% en el conjunto de los países desarrollados y en un 5% en el conjunto de los países en desarrollo, en unos cinco años (década de los 1980´s). O sea que hay alimentos para todos, aunque crezca la población, si bien se detecta un problema de justa distribución incluso en el interior de los países pobres, dado que hay personas que mueren de hambre, aun creciendo la producción de alimentos.

El creyente puede añadir que Dios que crea al hombre no lo dejará sin alimentos, el que da la vida en última instancia no dejará de dar lo que se precisa para vivir supuesto que el hombre colabore a la divina providencia con su creatividad, trabajo y justicia.

Y terminemos repitiendo la idea de que el amor pleno matrimonial, abierto a la vida, ennoblece inmensamente a los esposos haciéndoles partícipes del amor infinito de Dios, en sus aspectos unitivo (la vida de la Santísima Trinidad) y creador.

Javier Garralda Alonso