En un sentido se puede hablar de la “pura gratuidad de la gracia de la salvación” (Catecismo, números 1250 y 2728) ya que la primera gracia, raíz de todas las demás, no podemos merecerla.

Pero en otro sentido el hombre tiene méritos o deméritos, según coopere o corresponda a la gracia o no.

“Dios ha dispuesto libremente asociar al hombre a la obra de su gracia (…) los méritos de las obras buenas deben atribuirse a la gracia de Dios en primer lugar, y al fiel, seguidamente” (Nº 2008)

Esos méritos nos hacen “dignos de obtener “la herencia prometida de la vida eterna” (Cc. de Trento: DS 1546)” “Los méritos de nuestras buenas obras son dones de la bondad divina” (cf. Cc. De Trento: DS 1548) (Catecismo nº 2009)

“Los santos han tenido siempre una conciencia viva de que sus méritos eran pura gracia” (Nº 2011).

Pero también es precisa nuestra cooperación con la gracia: ”los hijos de nuestra madre la Iglesia esperan justamente la gracia de la perseverancia final y de la recompensa de Dios, su Padre, por las obras buenas realizadas con su gracia en comunión con Jesús” (cf. Cc. De Trento: DS: 1576) (Catecismo 2016)

Se dice: “Dios nos salva gratuitamente”. Ya se aprecia cómo en un sentido es cierto y en otro no. “Dios que te ha creado sin ti no te salvará sin ti” (San Agustín). Se requiere nuestra libre cooperación a la gracia, sin esa cooperación no nos salvamos.

Alguno puede pensar que lo que recoge el Catecismo es del concilio de Trento, muy antiguo. Pero en el propio Vaticano II leemos, Lumen Gentium nº 14:

“Pues quienes ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna”. “No se salva, sin embargo, aunque esté incorporado a la Iglesia, quien, no perseverando en la caridad (el amor) permanece en el seno de la Iglesia en cuerpo, mas no en corazón. Pero no olviden todos los hijos de la Iglesia que su excelente condición no deben atribuirla a los méritos propios, sino a una gracia singular de Cristo, a la que, si no responden con pensamiento, palabra y obra, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad” (Lumen Gentium, nº 14).

Aquí queda clara la necesidad de perseverar en el amor con obras para que el católico se salve.

A veces se presentan estas opiniones erradas que comentamos con un canto al amor de Dios, de un Dios cuyo amor sería incondicional. Y se desliza la idea de que hagamos lo que hagamos ya estamos salvados.   No discuto que el camino mejor es el camino del amor. Pero el hombre no es un ángel.  A veces su debilidad le hace poco visible el camino del amor. Y, en el Evangelio, Jesús se adapta con pedagogía divina a esta fragilidad humana, hablando repetidas veces de premios y castigos. Sí: nos invita a buscar premios: “haceos un tesoro en el Cielo, donde el ladrón no entra ni la polilla roe”.

Los santos – San Alfonso María de Ligorio o San Ignacio de Loyola – nos dicen que el temor puede ser saludable si nuestra debilidad nos induce a pecar. Dice S. Ignacio: Si por mi miseria el amor no me bastara, a lo menos que el temor a las penas me impida pecar (libro de los Ejercicios).

También se afirma: “no somos nosotros los que obtenemos la salvación por medio de nuestras obras”. En el sentido de que todo es regalo divino puede ser cierto. Pero Dios quiere que nuestra colaboración con buenas obras sea requisito, nos obtenga –siempre con su gracia— nuestra salvación.

Javier Garralda Alonso