¿De dónde proceden? ¿Cuál es su causa? Sabemos que su raíz profunda es el pecado. Si el hombre, desde Adán y Eva, se hubiera conservado inocente no existiría el dolor ni ningún mal.

El padre Pío (San Pío de Pietrelcina) dice, refiriéndose a estas penas: “Estos males son hijos de la traición perpetrada por el hombre a Dios”. En cambio, prosigue: “Un solo acto de amor del hombre a Dios tiene tanto valor a sus ojos que a Él le parecería bien poco si lo pagase con el don de toda la creación…” (“El Santo”, J.M. Zavala, 2018, p. 187).

Aunque hay que tener presente que en nuestro estado actual no se debe siempre identificar todo mal como procedente de un pecado concreto. Así en el Evangelio (episodio de la curación del ciego de nacimiento, Juan 9, 3) frente a la fácil suposición de los discípulos de que el ciego nació así por su propio pecado o por el de sus padres, nos dice Jesús: “Ni pecó éste ni sus padres, sin que es para que se manifiesten en él las obras de Dios”.

Por tanto, hay enfermedades o disminuciones que no están ligadas al pecado, sino que el Señor con ellas persigue fines misteriosos y que redundan en un mayor bien, aunque nos cueste comprenderlo.

Y, a veces, padecen inocentes, que con su sufrimiento merecen del Señor un mayor bien para ellos mismos (asemejarse a Cristo en su Pasión) y para los demás, especialmente para los pecadores, alcanzándoles un arrepentimiento que los salve.

Dicho esto, quedaría el tema muy incompleto si no recogiéramos que en el Evangelio figura también el caso en que el pecado trae consigo el mal, incluido el físico:

Así, en el episodio de la curación del enfermo de la piscina (Juan 5, 14), Jesús, que se lo encuentra tras su milagrosa curación, le dice: “Mira que has sido curado; no vuelvas a pecar, no sea que te suceda algo peor”.

Aquí parece entenderse que la enfermedad le sobrevino por haber pecado y que, si tras su curación, no daba paso a una vida virtuosa, sino que volvía a pecar “le sucedería algo peor”, lo que cabe interpretar como que contraería una enfermedad aún más grave, o bien que le podía acaecer algo cualitativamente peor, la condenación eterna, a la que se aboca el pecador impenitente.

Ya es sabido que se nos perdonan los pecados si nos arrepentimos sinceramente con un acto de amor a Dios y un propósito firme de no recaer en el pecado (sea con un acto de contrición perfecta o/y a través de la Confesión sacramental).

Por eso, Jesús quiere reforzar el propósito de no volver a pecar del enfermo curado. Y es edificante y lógico suponer que su enfermedad había sido el camino providencial para que se arrepintiera de sus pecados y viera recobrada la salud de alma y cuerpo: “Mira que has sido curado; no vuelvas a pecar”. Es decir, Dios se vale, a veces, de males físicos para salvar, o salvarnos, a los pecadores del mal eterno.

Las penas del hombre pueden ser individuales (una enfermedad personal) o colectivas (una epidemia, una catástrofe…) Y el corolario sigue siendo que, si la persona o la colectividad hubieran dejado el mal moral, el pecado, y Dios nos librara de los males físicos, no volvamos a alejarnos de Él, no sea que nos suceda algo peor. 

En cambio, si el hombre o la humanidad hiciera un acto de amor a Dios, parafraseando a San Pío, Él tendría en poco realizar una nueva creación, una re-creación, en que el hombre reconciliado con Él y con los hermanos, podría vivir casi un nuevo Paraíso.

Javier Garralda Alonso