Dentro del Tiempo de la creación (período de oración y acción por la casa común, que transcurre desde el 1 de septiembre hasta el 4 de octubre) se celebra la Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación, convocada por el Sucesor de Pedro para el día 1 de septiembre. Aprovechemos esta hermosa iniciativa para reflexionar sobre nuestro ser “custodios de la vida”. A este respecto, conviene recordar las palabras de un autor antiguo que ponía en relación el cuidado de la tierra y el cuidado de los mandamientos de Dios “para que [la humanidad] supiera que había recibido el dominio de todo, pero viviendo bajo la ley del Creador, de modo que ese dominio no le llevara a gloriarse, e inflamado de soberbia se olvidara de su Creador” (Ambrosiaster, Quaestiones in VT, 123,9). De esta forma se subrayaba que la conciencia del hombre de ser criatura le debe llevar a la vez a reconocer que su auténtica grandeza no estriba en domeñar despóticamente, sino en servir y velar, o lo que es lo mismo, en desplegar sus capacidades ejerciendo el deber de cuidar a otras criaturas.

Ya en su primera exhortación apostólica, el Obispo de Roma advertía, después de aludir a las víctimas de la pobreza y la exclusión social: “Hay otros seres frágiles e indefensos, que muchas veces quedan a merced de los intereses económicos o de un uso indiscriminado. Me refiero al conjunto de la creación. Los seres humanos no somos meros beneficiarios, sino custodios de las demás criaturas” (Evangelii Gaudium, n. 215). Y, más recientemente, en la exhortación publicada tras el Sínodo Panamazónico,  indicaba que “el cuidado de las personas y el cuidado de los ecosistemas son inseparables” (Querida Amazonía, n. 42).

Nada de esto es un invento moderno, sino que se encuentra en la entraña misma de nuestra fe, en el designio de Dios para la humanidad y para la creación toda, en la revelación bíblica, en el Magisterio de la Iglesia. De manera bella, matizada y sugerente lo expresa la encíclica sobre el cuidado de la casa común: “Es importante leer los textos bíblicos en su contexto, con una hermenéutica adecuada, y recordar que nos invitan a ‘labrar y cuidar’ el jardín del mundo (cf. Gn 2, 15). Mientras ‘labrar’ significa cultivar, arar o trabajar, ‘cuidar’ significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar. Esto implica una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza” (Laudato Si’, n. 67). Unos párrafos más adelante, hablando de los relatos de Caín y Abel, y también de Noé, insiste el Santo Padre: “El descuido en el empeño de cultivar y mantener una relación adecuada con el vecino, hacia el cual tengo el deber del cuidado y de la custodia, destruye mi relación interior conmigo mismo, con los demás, con Dios y con la tierra. Cuando todas estas relaciones son descuidadas, cuando la justicia ya no habita en la tierra, la Biblia nos dice que toda la vida está en peligro” (Laudato Si’, n. 70).

Así pues, el cuidado de los seres humanos se entrelaza con el cuidado de la creación. “El modo en que el hombre trata el ambiente influye en la manera en que se trata a sí mismo, y viceversa”, decía atinadamente Benedicto XVI en Caritas in Veritate, n. 51. De hecho, la crisis provocada por la pandemia de Covid-19 lo está mostrando con mucha agudeza. Cuidarnos a nosotros mismos es un modo de cuidar a los demás. Sabernos vulnerables, como personas individuales y como humanidad, nos hace más conscientes de los vínculos con el conjunto de la creación y de la necesidad de custodiar la vida en todas sus manifestaciones, especialmente las más frágiles y desvalidas. Ahora bien, ¿qué implica esta llamada a ser custodios de la vida y cómo podemos concretarla? Sin ánimo de agotar el tema, me detengo en tres ámbitos posibles para poder avanzar ante este reto.

Primero, conviene cultivar la dimensión contemplativa y los aspectos espirituales del cuidado de la vida. Ayudas para ello no nos faltan dentro de nuestra tradición cristiana y católica. Por ejemplo: orar con los Salmos y saborear ahí que el Dios de la Vida nos cuida sin cesar; adquirir una mirada sacramental de la realidad, que nos otorga captar la presencia de Dios en todas las cosas; o participar asidua y dignamente en “la Eucaristía [que] es también fuente de luz y de motivación para nuestras preocupaciones por el ambiente, y nos orienta a ser custodios de todo lo creado” (Laudato Si’, n. 236).

Un segundo ámbito se refiere a las relaciones humanas. Evidentemente, el cuidado mutuo forma parte del núcleo de las relaciones interpersonales y es algo que la crisis actual nos ha ayudado a valorar y comprender mejor. Pero no solo queda ahí, en los encuentros cara a cara, sino que llega a la caridad social y política. “Desear el bien común y esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad. Trabajar por el bien común es cuidar, por un lado, y utilizar, por otro, ese conjunto de instituciones que estructuran jurídica, civil, política y culturalmente la vida social, que se configura así como polis, como ciudad. Se ama al prójimo tanto más eficazmente, cuanto más se trabaja por un bien común que responda también a sus necesidades reales” (Caritas in Veritate, n. 7).

En tercer lugar, aparece la cuestión técnica, es decir, las relaciones con las cosas. “Es lícito que el hombre gobierne responsablemente la naturaleza para custodiarla, hacerla productiva y cultivarla también con métodos nuevos y tecnologías avanzadas, de modo que pueda acoger y alimentar dignamente a la población que la habita” (Caritas in Veritate, n. 50). Y continúa el Papa emérito: “La técnica, por lo tanto, se inserta en el mandato de cultivar y custodiar la tierra (cf. Gn 2, 15), que Dios ha confiado al hombre, y se orienta a reforzar esa alianza entre ser humano y medio ambiente que debe reflejar el amor creador de Dios” (Caritas in Veritate, n. 69).

Todo ello nos facilita reconocer que “el Señor, que primero cuida de nosotros, nos enseña a cuidar de nuestros hermanos y hermanas, y del ambiente que cada día Él nos regala” (QueridaAmazonía, n. 41). Por eso, es muy importante que nos dejemos cuidar por Dios y por los hermanos. Más aún, que nos reconozcamos cuidados y sostenidos en nuestra vida. De lo contrario, corremos el riesgo de que se desmorone lo más básico de la existencia. En palabras de Benedicto XVI, “la apertura a la vida está en el centro del verdadero desarrollo. […] Si se pierde la sensibilidad personal y social para acoger una nueva vida, también se marchitan otras formas de acogida provechosas para la vida social” (Caritas in Veritate, n. 28). Ojalá que la celebración de esta Jornada incremente en nosotros esta sensibilidad para bien nuestro y de las generaciones que nos sucedan, y de este modo pongamos en práctica nuestra vocación de “ser los instrumentos del Padre Dios para que nuestro planeta sea lo que Él soñó al crearlo y responda a su proyecto de paz, belleza y plenitud” (Laudato Si’, n. 53).

Mons. Fernando Chica Arellano
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA

(Publicado en el portal de la Diócesis de Jaén)