Sabemos que hay “días internacionales” para casi todo y, a veces, corremos el riesgo de quedar abrumados por tantos temas o de verlos de un modo pasajero o superficial. Al mismo tiempo, estas fechas nos ofrecen una benéfica oportunidad para acercarnos a cuestiones de vital importancia que no siempre atendemos en nuestra vida cotidiana. En este mes de mayo, aparecen dos días declarados por las Naciones Unidas: el 20, Día Mundial de la Diversidad Cultural para el Diálogo y el Desarrollo, y el 22, Día Internacional de la Diversidad Biológica. Éste último se desarrolla, en 2020, con el lema de “Nuestras soluciones están en la naturaleza” y juega con la imagen gráfica de un rompecabezas.

También la Iglesia subraya la estrecha vinculación entre biodiversidad y pluralidad cultural. Por ejemplo, la encíclica Laudato Sì, que cumple felizmente cinco años este 24 de mayo, dedica toda una sección a analizar la riqueza de la biodiversidad (nn. 32-42). En esas páginas es donde leemos: “La pérdida de selvas y bosques implica al mismo tiempo la pérdida de especies que podrían significar en el futuro recursos sumamente importantes, no sólo para la alimentación, sino también para la curación de enfermedades y para múltiples servicios. Las diversas especies contienen genes que pueden ser recursos claves para resolver en el futuro alguna necesidad humana o para regular algún problema ambiental” (n. 32). 

Más recientemente, el Documento final de la Asamblea especial del Sínodo de los Obispos para la región Panamazónica (6-27 de octubre de 2019) reconocía que “América Latina posee una inmensa biodiversidad y una gran diversidad cultural. En ella, la Amazonía es una tierra de bosques y de agua, de páramos y humedales, de sabanas y cordilleras, pero sobre todo tierra de innumerables pueblos, muchos de ellos milenarios, habitantes ancestrales del territorio, pueblos de perfume antiguo que continúan aromando el continente contra toda desesperanza” y, por ello, reconocía la necesidad de una conversión cultural para “estar presentes, respetar y reconocer sus valores, vivir y practicar la inculturación y la interculturalidad en nuestro anuncio de la Buena Noticia” (n. 41).

También en 2019 se hizo público el informe de la Plataforma Intergubernamental de Ciencia y Política sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES, por sus siglas en inglés), elaborado por 145 expertos de 50 países en los últimos tres años, y que evalúa los cambios ocurridos durante cinco décadas. Este estudio revisa unas 15.000 fuentes científicas y gubernamentales, y, por primera vez a esta escala global, incorpora el conocimiento indígena y local. Esto tiene un gran valor, tal y como afirma el Documento final del Sínodo Panamazónico: “La Iglesia reconoce la sabiduría de los pueblos amazónicos sobre la biodiversidad, una sabiduría tradicional que es un proceso vivo y siempre en marcha” (n. 76).

El Informe del IPBES señala que alrededor de un millón de especies de animales y vegetales están ahora en peligro de extinción, más que nunca en la historia de la humanidad. 40% de las especies de anfibios, casi  el 33% de los corales de arrecife y más de un tercio de todos los mamíferos marinos están amenazados. Además, los autores enumeran los cinco impulsores directos de la degradación en la naturaleza con mayor impacto. Son estos: cambios en el uso de la tierra y el mar; explotación directa de organismos; cambio climático; contaminación; y especies exóticas invasoras.

Este año 2020 marca el final del Plan Estratégico para la Diversidad Biológica 2011-2020 con las llamadas “Metas de Aichi”, así como la Década de la Biodiversidad. Por ello, se esperaba que fuese un año de reflexión, oportunidad y soluciones para “aplanar y reducir la curva” de la pérdida de biodiversidad en beneficio de los humanos y toda la vida en la Tierra. 

La pandemia causada por el coronavirus ha trastocado todos los planes y prioridades y, al mismo tiempo, nos permite reflexionar desde otra perspectiva sobre la biodiversidad. Sabemos, por ejemplo, que la integridad de los ecosistemas sustenta la salud y el desarrollo humanos. Y también es conocido que hay una especie de círculo vicioso: la pérdida de biodiversidad causada por la acción humana genera, por desgracia, nuevas condiciones ambientales que favorecen a los huéspedes, vectores y patógenos particulares, clave para la difusión de epidemias zoonóticas como el coronavirus.

Todo esto nos lleva de nuevo a considerar “el rompecabezas de la diversidad” biológica y cultural. Como repite el papa Francisco en la encíclica Laudato Sì, “todo está conectado” y, por lo mismo, el modelo debe ser el del poliedro, “que refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él conservan su originalidad”, más que el de la esfera, “donde cada punto es equidistante del centro y no hay diferencias entre unos y otros” (Evangelii Gaudium, n. 236). 

Que esta jornada internacional de la diversidad biológica y el aniversario de la encíclica Laudato Sì aviven en nosotros la convicción de que necesitamos aprender a combinar adecuadamente lo local y lo global, lo urbano y lo rural, lo digital y lo presencial, la naturaleza y la cultura, la economía y la ecología, lo material y lo espiritual, lo humano y lo cristiano, la salud y la salvación. Sólo así podremos resolver adecuadamente el rompecabezas de la diversidad. De ello dependerá en gran parte la promoción de un estilo de vida que no deje a nadie postergado, un estilo que contemple positivamente la aportación de todos, la riqueza que comporta colaborar desde la concordia, el altruismo y la complementariedad.

Mons Fernando Chica Arellano

Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA