Hay expresiones en la Sagrada Escritura que vienen a decir que la necedad de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres. Dios, sabiduría infinita, podría usar esta sabiduría para confundir y deslumbrar a los hombres. Sin embargo, nos comunica no ya una mente luminosa, sino una cabeza coronada de espinas. No nos habla ya a nuestra pobre inteligencia, aunque también, sino a nuestro corazón.

Y en un sentido sublime podemos hablar de la locura de Dios: locura de Amor infinito. El que llama a cada estrella por su nombre, se humilla para comunicarnos un misterio ante el que palidece el astro más brillante, su amor inconcebible e infinito. Sabe Él, en su sabiduría sin límites, que el lenguaje de la cruz, más que el que llegue a nuestra pobre inteligencia, puede producir un terremoto en nuestro corazón, por el que respondamos sí a su afecto que no se puede sondear. Por el que se convierta nuestro duro corazón, a poco que abramos un resquicio a su sacrificio voluntario y redentor. Por el que abandonemos con dolor y vergüenza nuestros pecados y aquilatemos su misericordia de locura, Sapientísima locura de Nuestro Dios.

Nuestras objeciones se enfrentan no a un Dios super-sabio, sino a un Dios que muere por nosotros: habla más a nuestro corazón que a nuestra inteligencia, que sólo debe ser, no reina, sino servidora del amor.

Y ¿cómo responder a este huracán, a esta locura de amor? Desde una niña de corta edad que voluntariamente acepta sufrir por los pecadores, como sucede en Santa Jacinta de Fátima, a un San Francisco de Asís, enamorado de Cristo y loco a los ojos del mundo, los santos nos enseñan a corresponder al vendaval del amor de Dios.

Sólo a través de este misterio del Dios que muere por nuestra salvación se puede acceder a ella. Por eso sólo el Dios revelado en Jesucristo nos da con plenitud esa salvación. El Papa León acaba de decir estos días que Cristo es el único salvador. La declaración Dominus Iesus, del año 2000, redactada por el que luego fue Benedicto XVI y suscrita por el entonces Juan Pablo II abunda en el tema de la unicidad y universalidad salvífica de Cristo. La plenitud de la revelación de Dios Amor se encuentra en la Iglesia Católica, pero otras religiones “por más que discrepen mucho de lo que ella (la Iglesia) profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres” (Vaticano II, Nostra aetate, 2) (Nº 8 Dominus Iesus)

El mismo Cristo es el redentor de miembros de otras religiones que siguiendo su conciencia viven rectamente, y que, sin conocer bien sin culpa suya el cristianismo, pueden alcanzar la salvación. “Si bien es cierto que los no cristianos pueden recibir la gracia divina, también es cierto que objetivamente se hallan en una situación gravemente deficitaria, si se compara con la de aquéllos que en la Iglesia tienen la plenitud de los medios salvíficos (…)” (Dominus Iesus, 22) Y en sentido contrario y tras expresar la posible salvación de los de otra religión, los miembros físicos de la Iglesia (puede haber quien sin pertenecer físicamente a la Iglesia sí sea del alma de la Iglesia) que no sean consecuentes con su  fe, “lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad” (Vaticano II, Lumen Gentium, 14) (Dominus Iesus, 22) Así, el amor del Dios hombre, Cristo, es tan grande que incluso los que piensan no conocerlo son salvados por Él, si son de buena voluntad. Aunque para ser católicos coherentes debemos propagar la Fe para hacer más fácil la salvación de estos alejados.

Javier Garralda Alonso