La nueva encíclica del Papa Francisco Laudato sì toca muchos temas referentes a la ecología: desde los cambios climáticos a la contaminación, desde la cuestión de los organismos genéticamente modificados a la experimentación sobre los animales. Sin embargo, sería limitarla si se la sitúa en el mismo plano de teorías que el Papa Francisco considera como “ecología superficial y aparente”, a las que contrapone una “ecología humana” o “ecología integral”, especificando «que una ecología integral requiere apertura hacia categorías que trascienden el lenguaje de las matemáticas o de la biología y nos conectan con la esencia de lo humano» (11).

En muchos pasajes, además, la encíclica hace duras críticas a los movimientos ecologistas: «Por otra parte, es preocupante que cuando algunos movimientos ecologistas defienden la integridad del ambiente, y con razón reclaman ciertos límites a la investigación científica, a veces no aplican estos mismos principios a la vida humana. Se suele justificar que se traspasen todos los límites cuando se experimenta con embriones humanos vivos» (136) o «es evidente la incoherencia de quien lucha contra el tráfico de animales en riesgo de extinción, pero permanece completamente indiferente ante la trata de personas, se desentiende de los pobres o se empeña en destruir a otro ser humano que le desagrada» (91). La encíclica declara asimismo que «tampoco es compatible la defensa de la naturaleza con la justificación del aborto» (120) y que es también errado atribuir problemas ambientales al desarrollo demográfico: «No faltan presiones internacionales a los países en desarrollo, condicionando ayudas económicas a ciertas políticas de “salud reproductiva”» (50).

Naturaleza como creación de Dios Padre

La encíclica está caracterizada por vincular los problemas ambientales con el concepto de naturaleza interpretada como creación: «decir “creación” es más que decir naturaleza, porque tiene que ver con un proyecto del amor de Dios donde cada criatura tiene un valor y un significado. La naturaleza suele entenderse como un sistema que se analiza, comprende y gestiona, pero la creación sólo puede ser entendida como un don que surge de la mano abierta del Padre de todos, como una realidad iluminada por el amor que nos convoca a una comunión universal» (76).

La encíclica recuerda en numerosos pasajes la importancia fundamental de la idea de creación y la defiende frente a las teorías naturalistas que excluyen tanto la existencia como obra de un Dios creador, sosteniendo en cambio que la naturaleza como el hombre, tal como los vemos hoy, son sólo el producto espontáneo de un desarrollo determinado no por un diseño, sino únicamente por el azar y las leyes de la naturaleza. «No ignoro que, en el campo de la política y del pensamiento, algunos rechazan con fuerza la idea de un Creador, o la consideran irrelevante, hasta el punto de relegar al ámbito de lo irracional la riqueza que las religiones pueden ofrecer para una ecología integral y para un desarrollo pleno de la humanidad» (N. 62).

El hecho de considerar la naturaleza como creación, al hombre como criatura y al Ser Supremo, Dios, como Creador y de tomar en consideración sus relaciones recíprocas, se convierte en la clave para incluir los problemas ambientales en una ecología verdaderamente integral. «(…) la existencia humana se basa en tres relaciones fundamentales estrechamente conectadas: la relación con Dios, con el prójimo y con la tierra. Según la Biblia, las tres relaciones vitales se han roto, no sólo externamente, sino también dentro de nosotros. Esta ruptura es el pecado. La armonía entre el Creador, la humanidad y todo lo creado fue destruida por haber pretendido ocupar el lugar de Dios, negándonos a reconocernos como criaturas limitadas» (N. 66).

Por consiguiente, las cuestiones ecológicas pueden explicarse con el pecado del orgullo del hombre. Creado a imagen y semejanza de Dios, «el ser humano, si bien supone también procesos evolutivos, implica una novedad no explicable plenamente por la evolución de otros sistemas abiertos. Cada uno de nosotros tiene en sí una identidad personal, capaz de entrar en diálogo con los demás y con el mismo Dios. La capacidad de reflexión, la argumentación, la creatividad, la interpretación, la elaboración artística y otras capacidades inéditas muestran una singularidad que trasciende el ámbito físico y biológico» (81). Sin embargo, a causa del pecado, «el ser humano no es plenamente autónomo. Su libertad se enferma cuando se entrega a las fuerzas ciegas del inconsciente, de las necesidades inmediatas, del egoísmo, de la violencia» (105). Individualismo, egoísmo y agresividad pueden influir en el comportamiento humano respecto del prójimo, de las cosas y de otros seres vivos. El deterioro ambiental y el deterioro en las relaciones interpersonales tienen la misma raíz (48).

La encíclica rechaza visiones del mundo que niegan la creación: «Así se nos indica que el mundo procedió de una decisión, no del caos o la casualidad, lo cual lo enaltece todavía más. Hay una opción libre expresada en la palabra creadora» (77), aclarando más adelante este concepto: «El prólogo del Evangelio de Juan (1,1-18) muestra la actividad creadora de Cristo como Palabra divina (Logos)» (99).

La naturaleza se convierte, por lo tanto, en el lugar de la revelación divina y precisamente «san Francisco, fiel a la Escritura, nos propone reconocer la naturaleza como un espléndido libro en el cual Dios nos habla y nos refleja algo de su hermosura y de su bondad» (12).

Por su origen divino, en la naturaleza es inherente una estructura que el hombre debe reconocer y respetar. Es necesario, de hecho, reconocer «que Dios ha creado el mundo inscribiendo en él un orden y un dinamismo que el ser humano no tiene derecho a ignorar» (221). La intervención humana en lo que atañe al ambiente debe tener en cuenta el orden interno de la creación, evitando manipulaciones e intentado desarrollar las propiedades inherentes en cada cosa y en cada ser.  «En realidad, la intervención humana que procura el prudente desarrollo de lo creado es la forma más adecuada de cuidarlo, porque implica situarse como instrumento de Dios para ayudar a brotar las potencialidades que él mismo colocó en las cosas» (124). En esta perspectiva, los daños ambientales son «sólo el reflejo muy visible de un desinterés por reconocer el mensaje que la naturaleza lleva inscrito en sus mismas estructuras» (117). El hombre, por lo tanto, debe ser un administrador responsable del ambiente (116) y no puede disponer de la naturaleza a placer (67).

También los comportamientos individuales pueden dañar el ambiente, pero la encíclica atribuye la mayor responsabilidad a lo que define como «paradigma tecnocrático dominante» (101), que tiene una «confianza irracional en el progreso y en la capacidad humana» (19) y que cultiva un «crecimiento infinito o ilimitado, que ha entusiasmado tanto a economistas, financistas y tecnólogos» (106). Este paradigma considera la naturaleza como materia informe manipulable a placer. «Podemos decir entonces que, en el origen de muchas dificultades del mundo actual, está ante todo la tendencia, no siempre consciente, a constituir la metodología y los objetivos de la tecnociencia en un paradigma de comprensión que condiciona la vida de las personas y el funcionamiento de la sociedad» (107). La encíclica no condena la tecnociencia, pero constata que si ésta no está regulada por principios morales puede legitimar todo (136) y ser explotada por intereses particulares en lugar de ser puesta al servicio del bien común. Una ecología verdaderamente integral debería oponer “resistencia ante el avance del paradigma tecnocrático (111).

En la homilía del 12 de septiembre de 2006 el entonces Papa Benedicto XVI decía: «Creemos en Dios. Esta es nuestra opción fundamental. Pero, nos preguntamos de nuevo: ¿es posible esto aún hoy? ¿Es algo razonable? Desde la Ilustración, al menos una parte de la ciencia se dedica con empeño a buscar una explicación del mundo en la que Dios sería superfluo. Y si eso fuera así, Dios sería inútil también para nuestra vida». La encíclica no teme denunciar la presunción de la razón técnica de explicar el mundo en lugar de asombrarse por la belleza en el orden intrínseco de la naturaleza, y tiene tonos proféticos cuando crítica las ideologías cientificistas y otras teorías dominantes modernas y posmodernas para proclamar la fe «en un solo Dios, Padre Omnipotente, creador del cielo y de la tierra, de todas las cosas visibles e invisibles».

Dr. Ermanno Pavesi

Secretario General de la Federación Internacional de Asociaciones de Médicos Católicos (FIAMC)