Normalmente, cuando contemplamos una bella pintura, indagamos quién fue su autor, el artista que plasmó esa belleza que nos interpela: alabamos su maestría, el colorido, el dibujo, la perspectiva, los rostros que parece que van a hablar, etc.

Y cuando nos extasiamos ante la belleza de un paisaje, ante el espectáculo variopinto de los peces o de los pájaros, o ante el amanecer o atardecer junto al mar, con sus luces y colores sorprendentes y variados, parece lógico que nos interroguemos sobre quién es el autor de tales maravillas, no parece sensato dictaminar que esos cuadros naturales no los pintó nadie, o que aparecieron por mera casualidad.

De modo sofístico, alguien puede objetar que esa belleza no está afuera en los bellos espectáculos, sino en el que los contempla, en el sujeto que tiene una sensibilidad especial y experimenta esa belleza, pero, en cualquier caso ¿quién dotó de esa sensibilidad para lo bello? ¿quién creó, sea fuera o sea dentro, esa belleza? La pregunta sigue en pie, aunque nos desviemos hacia un subjetivismo extremado.

Y puede resultar vital acercarnos con mente abierta al misterio de la belleza de la naturaleza. Como ejemplo, tomemos al santo médico Pere Tarrés, que, en medio de balas y bombas, movilizado en el frente como médico militar, conserva la paz interior contemplando las hermosuras naturales:

“Si no fuera por las horas, mejor dicho, los ratos de reposo, contemplando el verdor de los campos y la blancura de las cimas, escuchando la voz del ruiseñor, el viento entre los chopos y el chapoteo del agua impetuosa, todo esto sería bien triste. Pero todas estas cosas me hacen olvidar impresiones desagradables y me recuerdan y me hablan de mi Amado. Mientras, los hombres juegan a hacer la guerra…” (Pere (Pedro) Tarrés.- “Diario de Guerra”,1987, pág. 30)

Y también le inspira la tempestad: “Y sigue lloviendo…Oigo que la gente dice: ¡Qué día tan triste!   Yo, Amor mío, tan bello que lo encuentro.  Todas las cosas que me hablan de mi dulce Amor son bellas. Todos los accidentes y los fenómenos de la naturaleza que me hablan de su grandeza son dulces y agradables para mí. Ante tanta belleza uno se siente cerca del Amor. Y ante tanta sublimidad siente el espíritu lleno de sus delicadezas…” “Lluvia y escarcha, ¡bendecid al Señor!. El murmullo del agua que cae es la única plegaria que se oye (…) Incluso el hombre con el bramido incesante de los cañones se ha callado (…)” (Ibídem 34-35). 

Y podemos rastrear cómo en la Sagrada Escritura la Naturaleza habla de Dios: 

“¡Bendecid, fuego, calor, al Señor, cantadle y ensalzadle por los siglos!

¡Bendecid, fríos y heladas, al Señor, cantadle y ensalzadle por los siglos!

¡Bendecid rocío y escarcha, al Señor, cantadle y ensalzadle por los siglos!

¡Bendecid, hielos y nieves, al Señor, cantadle y ensalzadle por los siglos! (…)” (Daniel 3, 52-90)Y en el salmo 19, leemos: “(…) Los cielos dan cuenta de la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos. El día habla al día y la noche comunica sus pensamientos a la noche. No hay discursos ni palabras, no es audible su voz. Pero su pregón sale por la tierra toda y sus palabras llegan a los confines del orbe de la tierra (…)” -En suma, la naturaleza y sus maravillas son un libro abierto, sin palabras, en que resuena la voz de Dios. Una obra de arte que nos sugiere un Pintor y Artífice desconocido.- 

Javier Garralda Alonso