Imaginemos que estamos en la sala de espera de un médico tan competente que sabemos con total seguridad que pondrá fin a nuestra enfermedad con el oportuno tratamiento. No podremos ponderar nuestra impaciencia por que nos llegue el turno de ver a este médico tan excelente.
Ello es un pálido reflejo de la impaciencia santa de las benditas almas que esperan en el Purgatorio el momento en que el médico celeste les revelará su rostro. Saben con seguridad que Él remediará todas sus dolencias.
Las ánimas del Purgatorio ya aman a Dios y a sus hermanos, son almas benditas. Pero su amor tiene impurezas, la ganga de un mineral ya precioso. Si su amor es deficitario serán purificadas por el mismo amor. La Tradición nos habla de un fuego purificador (Catecismo, 1031). “Estas llamas no son sino un incendio de amor. Purifican abrasando a las almas en el amor. Comunican el Amor, porque cuando el alma llega a alcanzar en ellas aquel grado al que no llegó en la Tierra, viene a quedar libre y se une al Amor en el Cielo” (María Valtorta, “Cuadernos de 1943”, págs. 432 y ss.).
Estas llamas de amor duelen, pero cuando el ardor del amor vuelva a las almas incandescentes se convierten en el frescor de la caridad perfecta (cfr. Daniel 3, 49-50), en el amor sin límites, en el Cielo en que no cabe ningún dolor. Son un misericordioso laboratorio que lleva a las almas al grado de santidad querido por Dios, de que gozarán por toda la eternidad.
Las benditas almas penantes están seguras de su salvación: “Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios, pero imperfectamente purificadas, aunque están seguras de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del Cielo” (Catecismo, nº 1030).
Esta seguridad de su salvación les da una inmensa paz en medio de sus sufrimientos: Las almas del Purgatorio tienen a la vez “gran felicidad y gran pena, y la una no disminuye la otra” (Santa Catalina de Génova, “Tratado sobre el Purgatorio”, cap. 12) y “el Amor divino (…) les confiere una paz inimaginable, a pesar de que ésta no disminuye en nada sus sufrimientos” (Ibídem)
A estas almas en dolorosa espera les podemos aliviar sus sufrimientos y abreviar su espera con nuestra oración y sacrificios. Pasó su vida mortal y no pueden merecer para sí mismas. Y sólo son ayudadas por nosotros. La oración más valiosa es la Santa Misa. Hay, por otra parte, oraciones y actos que gozan de especial eficacia para aliviar a nuestros difuntos. Se trata de las indulgencias. Por ejemplo, un rosario rezado ante el Santísimo tiene indulgencia plenaria, es decir, y siempre si es voluntad de Dios, libera al alma por quien oramos de las penas del Purgatorio.
La existencia del Purgatorio es de fe, como atestiguan los concilios de Florencia, Lyon II y Trento. En la Biblia se alude a él, más o menos veladamente (2 Macabeos 13, 9; Zacarías 13, 9; Lucas 12, 58-59; Mateo 12, 32; 1Cor 3, 13-15; etc.). Y terminemos diciendo que, si bien las almas penantes no pueden merecer para sí mismas, si pueden interceder por los demás, pues son almas en gracia y muy amadas por Nuestro Señor, y podemos pedirles con fe favores.
Javier Garralda Alonso


