Resuenan tambores de guerra en Europa y en Oriente Medio, con el riesgo de ampliar los conflictos bélicos. En Europa el presidente francés ha hablado incluso de enviar tropas a Ucrania, en un ambiente europeo de rearme, de aumento significativo del presupuesto militar, de ampliación del servicio militar y se trata de mentalizar a los más jóvenes de la posibilidad de una guerra abierta, y en Oriente Medio se ha producido una ampliación de la guerra en una escalada entre países soberanos.

Y ampliar la guerra equivale a querer remediar una guerra con otra guerra lo que resulta un camino equivocado. Ya que la lucha por la paz es, ante todo, una lucha espiritual y la paz en los corazones es el camino hacia la paz externa. Y que la guerra deriva del corazón del ser humano quedó claro en las apariciones de la Virgen en Fátima hace un siglo: Dice así el mensaje de Fátima: “(…) La guerra va a terminar (1ª Guerra Mundial). Pero, si no dejan de ofender a Dios, en el reinado de Pío XI comenzará otra peor (2ª Guerra Mundial). Cuando veáis una noche iluminada por una luz desconocida, sabed que es la gran señal que Dios os da de que va a castigar al mundo por sus crímenes por medio de la guerra, del hambre y de persecuciones a la Iglesia y al Santo Padre (…)” (Fátima, 3ª aparición de la Virgen, 13 de julio de 1917)

Así el flagelo de la guerra es permitido – no querido – por Dios como castigo de nuestros pecados. Aunque en el fondo es el propio hombre que, en su locura, se castiga a sí mismo. Y la forma más segura de evitar que hablen las armas es dejar de pecar y enmendarse de los pecados en que hayamos caído. En cambio, la lógica de este mundo confuso quiere combatir la guerra con otra guerra, o con su ampliación, que es lo mismo. Pero si el origen de la actividad bélica radica en lo espiritual, el remedio y la forma de luchar por la paz ha de ser también espiritual. En apariciones más recientes, en Medjugorge, la Virgen ha dicho que la oración y el sacrificio pueden evitar catástrofes naturales y guerras. 

Claro que existe el derecho a la legítima defensa frente a un agresor injusto (nº 2263 y siguientes del Catecismo). Y puede concebirse una guerra defensiva (nº 2308). Pero: “El exterminio de un pueblo, de una nación o de una minoría étnica debe ser condenado como un pecado mortal. Existe la obligación moral de desobedecer aquellas decisiones que ordenan genocidios” (nº 2313).  Y el problema para que se pueda hablar de guerra defensiva, o justa, es que en la guerra moderna existen y se emplean medios de destrucción masiva que bordean o constituyen un genocidio. Entre las condiciones de una guerra justa, nº 2309, figura: “Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción, obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición”.

Por otra parte, la lucha espiritual por la paz exige que, incluso en el uso de la legítima defensa se evite el odio. Que no se busque la muerte del enemigo, sino su neutralización física: “La acción de defenderse puede entrañar un doble efecto: el uno es la conservación de la propia vida, el otro la muerte del agresor…solamente es querido el uno (el 1º), el otro no”. (Sto. Tomás de Aquino, s. th. 2-2, 64, 7.- nº 2363 del Catecismo). Así un cristiano no busca la destrucción del enemigo, y menos indiscriminada, sino la neutralización de su agresión. Así conservará la paz interior incluso en el ambiente más duro de la guerra.

Javier Garralda Alonso