AMOR A PRUEBA

Dr. Joan Costa Bou

Frecuentemente, los rectores de las parroquias nos encontramos muchas situaciones en las cuales los que nos vienen a ver al despacho para pedir, bien sea el matrimonio o bien sea el bautizo de un niño, resulta que ya hace años que viven juntos, o no están casados, o viven en situaciones que llamamos irregulares a causa de un matrimonio previo del cual se han separado y no quieren o no pueden volverse a casar.

También en las familias, los padres, algunos desconcertados, otros desanimados y entristecidos, y otros que se han acostumbrado, ven que sus hijos van a vivir en pareja sin ninguna intención de formalizar su unión o, siendo católicos, prescinden del referente eclesial y se juntan, o solo se casan con un vinculo civil. La casuística de situaciones con que nos encontramos, las causas y consecuencias son tan diversas que casi no se pueden abarcar.

1-¿Cuáles son las causas?

Entre las causas descubrimos modas, costumbres, cultura dominante, dejadez, legislaciones permisivas, desfallecimiento moral, presiones, necesidad de afecto ante la soledad, erotismo, miedo al futuro, falta de fe, poca confianza en la iglesia como institución, incomprensión del sentido y del valor de los sacramentos, rechazo de la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio, afirmación de una libertad que está desvinculada de todo compromiso, individualismo que prescinde de todo referente público del propio comportamiento y una comprensión del amor como  puro sentimiento y, por tanto, destinado a una inmediatez sin horizonte de futuro.

El Papa Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Ecclesia in Europa, describía la situación del mundo presente marcada por graves incertezas en los campos cultural, antropológico, ético y espiritual. Al lado de las luces del humanismo que ha recibido la huella del Evangelio, constata las sombras que planean sobre nuestro continente: una Europa afectada por el oscurecimiento de la esperanza, los signos más expresivos del cual son la pérdida de la memoria y de la herencia cristiana, unida a una especie de agnosticismo práctico y de indiferencia religiosa; el miedo de afrontar el futuro, manifestado en el vacío interior y en la pérdida de sentido de la vida de muchos ciudadanos, el descenso de la natalidad, la disminución de las vocaciones, la resistencia y el rechazo de tomar decisiones definitivas; la fragmentación de la existencia, que comporta la soledad, las divisiones, las crisis familiares, los conflictos étnicos, les tensiones interreligiosas, el egocentrismo en personas y grupos, la indiferencia ética general y la búsqueda de los propios intereses y privilegios; y el decaimiento creciente de la solidaridad, de manera que muchas personas se sienten más solas, abandonadas a su suerte, sin lazos de soporte afectivo.

¿Cuales son las causas? El Papa, en la encíclica Evangelium vitae, propone una doble causalidad: La primera, el clima social, los factores de los cuales son culturales (la crisis de la cultura), psicológicos (las dificultades existenciales y relacionales) y económicos (las situaciones de pobreza, angustia y desesperación). La segunda causa son las estructuras de pecado, que se configuran como una cultura de la muerte.

Posteriormente, el santo Padre pasa a profundizar en las raíces culturales y morales de estas causas y descubre las siguientes: (1) una mentalidad que tergiversa y deforma el concepto de subjetividad, (2) una lógica que tiende a identificar la dignidad personal con la capacidad de comunicación verbal y explícita, (3) un concepto de libertad que (a) exalta de manera absoluta el individuo, (b) olvida que la libertad tiene una esencial dimensión relacional y (c) no reconoce que la libertad tiene un vínculo constitutivo con la verdad. Este concepto de libertad deteriora profundamente la convivencia social porque está viciada de individualismo y de relativismo (todo es pactable; y en el ámbito político lleva a una democracia que se acerca al totalitarismo), y comporta la muerte de la verdadera libertad. El análisis pontificito no acaba aquí. Aún descubre una raíz última: en el centro está el eclipse de Dios y del hombre. La pérdida del sentido de Dios comporta la pérdida del sentido del hombre. Las consecuencias no se hacen esperar: tales planteamientos conducen al materialismo práctico (donde proliferan el individualismo, el utilitarismo, y el hedonismo), y a la crisis de la conciencia moral, tanto personal como social.

El santo Padre presenta, con esta descripción, un panorama tan desolador –en esta encíclica, lo califica de alarmante –, que no ofrece ningún atractivo humano.

Todo esto se encuentra en la raíz del rechazo de muchos jóvenes hacia el vínculo matrimonial, tanto delante de la Iglesia como en su dimensión civil. Para rehacer la estima por todo lo que significa la vida esponsal, hace falta remover las causas que la dificultan. No obstante, al buscar las razones de por qué nos hemos de casar –objetivo que nos proponemos en este artículo –, la respuesta se basa en una correcta comprensión del amor humano y las exigencias que se derivan. No pretendo, así mismo, exponer, ni tan sólo sintéticamente, toda la enseñanza de la Iglesia sobre el amor y el matrimonio, sino aportar argumentos que nos ayuden a comprender y hacer comprender la necesidad de vincular el amor que los novios se profesan con un aval público y eclesial.

2-El cambio de perspectiva: del «yo» al «tu». Todo “yo”, para siempre y sin condiciones

La atracción primera entre un hombre y una mujer es un hecho que se enraiza en el ámbito de los sentimientos y de las pasiones. Quizá halguno busca enamorar-se, pero que esto suceda no depende de la voluntad, aunque ésta lo consienta, si no que a uno le «pasa».

Uno  «se encuenta» enamorado. Y es un sentimiento de lo más agradable. La otra persona se vuelve, subjetivamente, el centro de la propia vida, el motivo del propio deseo, la fuente de la propia alegría. Y este afecto, cuando uno es correspondido, es mútuo. Frecuentemente se piensa que uno sale de si mismo para encontrarse con la otra persona. Pero en realidad no es bien así. Objetivamente, uno busca el propio gozo con la otra persona.

Tanto es así que el motivo por el cual uno sigue la relación es porque a uno le compensa, porque le satisface, ya que si no saca provecho no continuará. Cuando una persona está enamorada, lo que de hecho le dice a la otra, quizá no conscientemente, es: «yo te deseo a mi lado en la medida que a mi me vale la pena, en la medida que yo encuentro aquella satisfacción que me llena, porque si no es así lo dejamos correr ». Como se puede ver, el centro, pues, de la relación pivota sobre el «yo» y el «tu», que entra en el ámbito del «yo» mientras el «yo» se sienta realizado. El importante en dicha relación es, por tanto, el «yo».

¿Es malo esto? En principio, el hecho de enamorarse no es malo, sino que es un camino para abrirse al verdadero amor. El enamoramiento son los primeros ojos para admirarnos del otro y darnos cuenta de que llega a ser para nosotros un verdadero don, que sin la otra persona nos falta algo para triunfar y ser felices, para realizarnos. Sin el «tu», el «yo» queda limitado. Nos hace falta el «tu» para que el «yo» alcance la propia realización.

Sin embargo, lo que es malo es limitarse a permanecer solo «enamorado» en este sentido. Porque mientras las cosas sigan así, el «tu» solo llega a ser camino, instrumento, objeto, para podernos realizar. “Utilizamos”, y nunca mejor dicho, al otro, para el propio uso y disfrute.

Es necesario, pues, liberar el deseo –y no digo liberarnos del deseo que en si mismo lleva a la plenitud del verdadero amor–. Y el deseo se libera cuando se adentra en la órbita del amor. ¿Qué es el amor? La tradición filosófica la ha definido como el «querer el bien del otro». El amor no busca a la otra persona para sentirse uno mismo feliz, sino que busca el bien del otro y, al hacerlo, uno encuentra felicidad.

La dignidad humana pide que uno sea amado por sí mismo, que no sea rebajado como medio para el disfrute de otro. En el enamoramiento, la razón por la cual uno sigue la relación es, como decíamos, porque me satisface. ¿Que pasa, entonces, cuando a mi no me satisface? Se  rompe el noviazgo o la convivencia. Por tanto, el «criterio de continuidad » de dicha relación, en el enamoramiento que no se ha convertidoen entrega y ofrenda de sí mismo, en el sentido más denso de esta palabra, soy «yo» y mis deseos.

¿Cómo podemos, entonces, manifestar el amor sincero al otro? Reconociendo que ella es tan digna ante nuestra mirada que la única forma de expresarlo es ofreciéndole nuestra propia persona. Uno se hace don para el otro. Ella es ahora la importante, de quien me  hago responsable y custodio para ayudarla a realizarse. Si no le ofrecemos la propia persona, si no nos «damos», la contrapartida es, entonces, que la «utilizamos». En la ley del amor, decía el beato Pere Tarrés, solo vale una lógica, la «lógica de todo o nada». ¿Por què? Por qué si no nos damos todo lo que somos, entonces ponemos condiciones a el amor, uno mismo se convierte en el «criterio de evaluación» de aquello que esperamos del otro para seguir la relación. Dicho de otra manera –y lo repito –, la «utilizamos» en la medida que nos satisface. Quizás los dos  estarán de acuerdo, pero esto no evita que los dos se utilicen mutuamente.

En esta lógica del todo o nada se inserta la malicia moral del amor a prueba y del divorcio. Irse a vivir juntos para ver si la relación funciona para, en un futuro, comprometerse, o casarse con un horizonte en el cual existe la posibilidad de abandonar al otro, significa que uno no se da como persona al otro. Quizá en las intenciones hay un deseo sincero de tirar hacia alante y la esperanza de que aquello que uno vive dure en el tiempo, pero la realidad antropológica que se manifiestan los novios que se encauzan por los mencionados caminos lo niega de raíz. De hecho, lo que los novios se dan a entender cuando se juntan o inician una relación con la posibilidad del divorcio es, dicho en primera persona, «yo estoy encantado de tenerte a mi lado, y deseo que esto dure siempre, pero si algún día lo que espero de ti no lo encuentro, o no me satisface, no esperes nada más de mi y lo dejaré correr. Estoy a gusto contigo, y querría que esto siempre fuera así, pero si no encuentro gusto, si lo que me ofreces no me satisface, no hace falta seguir». Lo importante en la relación sigo siendo «yo», y «tu» me vales en la medida que me aportas aquello que yo busco y me llena. Y el criterio de si quiero continuar o no, lo pongo yo, no tu.

Entendido así, el símil de ir a vivir juntos y de una unión abierta al divorcio es la de un examen diario de uno delante del otro, en el cual se «aprueba» no tanto por lo que uno da  al otro, sino por lo que uno  busca del otro. Con esta lógica puede pasar y pasa que un día uno de los dos considere que el otro ya no «aprueba» porque los propios criterios actuales del examen han cambiado, al cambiar los gustos, o bien que uno decida dejar de examinar al otro, porque ha empezado a examinar a otra. Esta era la condición que habían establecido al empezar la relación y, por tanto, no hay lugar a reclamaciones.

Uno se da cuenta del fracaso humano de el amor a prueba y de la posibilidad del divorcio al iniciar una relación de usufructo del otro sin ningún compromiso de donación y con la falta de esperanza y el miedo ante el futuro de dicha relación, aunque uno ponga lo mejor de sí mismo, porque la continuidad no depende tanto de uno mismo sino de la valoración que hace el otro. La relación, además, está en una pendiente resbaladiza de destrucción interna, porque el grado de donación propia queda condicionado con frecuencia a aquello que el otro este dispuesto a dar. Esto genera una espiral de decadencia al condicionar la propia generosidad a la generosidad del otro. ¿Quien se atreve a ser generoso para recibir nuevos hijos  cuando el futuro de la estabilidad es tan frágil? Uno puede entender porqué las relaciones de este tipo tienen inscrito el fracaso en la propia entraña: porque no se quieren, se usan, dice Juan Pablo II en la Carta a las Familias. Y cuando no hay un amor verdadero no hay ninguna garantía de futuro. Este es también el motivo de tantos fracasos matrimoniales y de tantos desánimos y desencantos. Solo hace falta ver la cantidad de libros  de autoayuda y autoestima que se publican actualmente, ante el descubrimiento de ser solo alguien que he servido o sirve en la medida a que al otro le intereso. Un amor sustentado por este tipo de desamor no tiene ningún futuro, y la experiencia lo avala.

El amor que no es un don  para siempre no es amor sino egoísmo de servirse de los otros para el propio provecho. Cuando pongo condiciones al amor, «yo» me convierto en el criterio de valor del otro y, así, el «tu» deja de valer por sí mismo.

La contrapartida es entonces, evidente. La única forma de expressar el amor sincero y verdadero es reconocer el valor del otro por él mismo, la dignidad del cual, como  persona, es ser recibida como un don y darse incondicionalmente. Cuando el amor no és para siempre y todo yo, entonces «yo» soy quien pone el valor al «tu» y dejo de amarla de verdad y por ella misma.

¿Que se dan los novios al casarse? Ellos mismos como personas. El amor es algo que no se puede ni comprar ni vender, sino solo dar y recibir, afirmó Joan Pablo II en la Carta a las Famílias. Hay que comprender bien qué significa «dar-se como persona». Si una persona necesita un riñón para sobrevivir y un hermano puede ofrecerle uno de los suyos para el trasplante, verdaderamente ha sido muy generoso y se ha dado al hermano, pero no le ha dado todo lo que és, porque continuará la pròpia vida al margen de el. No se ha dado todo el sinó que le ha dado una parte de el mismo.  Ahora bién, su futuro no queda condicionado por el del hermano.

Cuando uno se casa, da mucho más que un riñón, se da todo el. Y cuando uno hace ofrenda de sí mismo queda vinculado para siempre al otro, porque uno no puede ya disponer de uno mismo ni de su futuro ni de su tiempo al margen del otro. El otro llega a ser uno mismo. Son los dos una sola carne, dice el libro del Gènesis. Y solo podemos dar aquello que señoreamos, aquello que esta bajo el dominio de la propia voluntad. De ahí la necesidad del dominio del carácter y de la castidad como  condición de la posibilidad y de la garantia del don de si mismo. El amor, bien entendido, no permanece en la superficialidad del sentimento, sinó en la hondura de una voluntad empapada de responsabilidad. No es un sentimiento veleidoso sinó una determinación que abarca toda la existéncia personal.

Al  librarse, al hacerlo libremente, uno asume la responsabilidad del que da y no puede desdecirse, porque ya no se pertenece. Negar la responsabilidad de la libertad es presuponer la inmadurez de la persona y, por tanto, negar la posibilidad de ser verdaderamente libres. Una vez dado, uno no  puede disponer por cuenta propia sin incorporar al otro a la propia vida. Sería absurdo que alguien, porque se ha enfadado con el hermano o determinara que ha cambiado el parecer que libremente concedió, le reclamara el riñón que un dia le dió. Si esto pasa con el riñón, mucho más al darse, no una parte de uno mismo, sino todo el como  persona.

Podemos sintetizar qué exige  el amor: todo yo, para siempre y sin condiciones. Negar cualquier aspecto de esta tríada comporta negar el amor y hacer de la relación un desamor. Si no me doy todo yo, uso; si no es para siempre, examino al otro segun mis criterios de conveniéncia, y vuelvo a usarla; si no es sin condiciones, estas las pongo yo, y vuelvo a dejar constancia de que lo importante soy yo y mi manera de entender lo que quiero de la otra persona, y si dichas condiciones no se cumplen, dejo de sentirme vinculado, lo cual significa que vuelvo a usar al otro y que no lo quiero como es ni quiero de verdad su bien, sinó el bien que ella me aporta. La contrapartida a no amar según la tríada mencionada és, siempre, convertir al otro en objeto de mis gustos, un buscarme a mi mismo y, por tanto, el egoismo y el desamor. ¿Puede funcionar bien un amor (desamor) así? Una relación como esta, fundamentada sobre tierra, cualquier temporal la arranca de raiz, la destruye y su ruina es completa (cfr. Mt 7,27).

Cuando no hay un amor verdadero, la seguridad de futuro queda cortada y, psicológicamente y afectivamente, hay que establecer las condiciones y los recursos por si el otro me deja o no está a la altura de lo que busco. Esto hace que uno no quiera «complicarse la vida», para no tenerme que hacer cargo del «baul» que tendria que soportar en el futuro como consecuencia de dicha relación (hijos, deudas, bienes muebles, dinero, etc.). En el ámbito monetario suele concretarse en cuentas separadas, en evitar poner a nombre de los dos las posesiones, y otras decisiones la finalidad de las cuales es dejar claro que aquello no pertenece al otro, que no és común. Un amor que se inicie con estas condiciones comporta ab initio una gran falta de generosidad, un profundo temor y una falta total de entrega. Ya se ve que esto no puede funcionar.

Uno podría argumentar que la realidad de lo que se avecina  lleva a tomar las precauciones adecuadas para no encontrarse sin nada o –como dicen los jovenes hoy en dia con una expresión muy grafica– «colgados». «Y si me deja, y si no es lo que esperaba, y si me he equivocado en la elección, y si me falla, y si…» suelen decir algunas persones para justificar el hecho de poner condiciones. Además, la experiéncia de roturas matrimoniales y de fracasos amorosos es muy elevada, siguen argumentando para justificarse. A pesar de todo, aceptar el «y si…» al inicio de la vinculación que tendria de ser definitiva hace que ya no sea, de hecho, definitiva sinó condicionada y deja sin recursos el mismo amor, al abrir una puerta que nunca se tendria de haver abierto si uno quiere aceptar de verdad al otro como es. Para garantizar el futuro de la relación amorosa, hace falta que la otra persona se sepa incondicionalmente querida, custodiada y ayudada por el cónyuge en todo momento. El amor, para que sea verdadero amor, ha de ser siempre incondicional. El  amor no pone a prueba nunca al otro, sinó que se entrega. Y esto, como ya hemos explicado, es para siempre.

3- El soporte y las garantías del amor

Una vez aceptado que el amor solo es verdadero cuando es el don de todo yo, para siempre y sin condiciones, ¿por qué se ha de hacer público? .  Hace falta dar respuesta desde diversas perspectivas. La persona no es una realidad aislada sinó que lleva inscrita una dimensión individual y, a la vez, social. La vertiente social de la unión de un hombre y una mujer queda de manifiesto al considerar la família como célula básica de la sociedad.

4- El amor hace falta que llegue a ser público

El amor de donación entre los esposos tiene también como característica propia la fecundidad. Hay muchas razones para mostrar el nexo intrínseco entre amor y fecundidad, entre donación personal y obertura a la vida. Los esposos que en su unión íntima interpersonal negaran voluntariamente la posibilidad de la recepción de una nueva vida, en el fondo, lo que se dan a entender es que no aceptan al otro en tota su manera de ser, como  padre o madre, y que, además, no quieren asumir la responsabilidad que comporta la donación de ellos mismos. Una libertad en la cual uno prescinde de la responsabilidad que siempre le acompaña, no es verdadera liberdad sinó libertinage, y no solo no humaniza las personas sinó que las niega como tales. Además, quien no acepta al otro como es no lo recive como un don, sinó que solo acepta del otro aquello que le satisface. Volvemos a encontrar la misma lógica del don en las relaciones íntimas: quien no se da, quien no asume toda la responsabilidad de la libertad al darse y quien no acepta al otro como es y como un don, entonces lo «utiliza», y esto se convierte en un desamor, aunque los dos esten de acuerdo. El Papa Joan Pablo II hablaba del lenguaje del cuerpo, el significado del cual en las relaciones íntimas esponsales es la entrega total de si mismo a la otra persona. Cuando uno niega la obertura a la vida, manifiesta la no aceptación del otro en sí mismo, niega a un mismo tiempo la propia donación y traiciona el significado más profundo que manifiesta el lenguaje del cuerpo. Esta es una de las razones de la intrínseca conexión entre amor esponsal y fecundidad, y de la malicia de los medios anticonceptivos.

El amor fecundo, propio de la unión esponsalícia, posee unas características, de la cual no gozan otras instituciones sociales o manifestaciones afectivas, que, por lo que respecta a la procreación y a la educación de nuevos ciudadanos, tiene una importancia capital para el bien común, la vida social y la misión de el Estado. La responsabilidad del Estado con la familia, por ejemplo, surge ante la indefensión de los recién nacidos, su correcta educación con vistas a forjar buenos ciudadanos, y las relaciones de justicia que se derivan, con frecuencia, de mayor vulnerabilidad en la mujer cuando opta por una descendencia que le exige mayores sacrificios profesionales y, por tanto, sociales y económicos. El bien de la familia es, pues, un bien de primer orden para la sociedad, y en la medida que contribuye decisivamente al bien que ha de procurar el Estado, éste le ha de dar apoyo y favorecerla. La unión de un hombre y una mujer no les afecta solo a ellos dos, sino que tiene una profunda repercusión social. Desde esta perspectiva, uno puede entender no solo la conveniencia sino también la necesidad del reconocimiento público de dicha unión.

5- La fragilidad del amor

Es necesario, además, tener en cuenta la debilidad humana y la fragilidad del amor. Las estadísticas actuales del número de divorcios, separaciones y violencia de género son escalofriantes. No dudo del deseo sincero y de la ilusión de estabilidad y de fidelidad de los que  se juntan o de los que se unen civilmente o eclesialmente. Sin embargo, las dificultades con qué se encuentran las parejas son grandes. Las causas y las consecuencias del análisis inicial de la situación de la sociedad moderna no facilitan la comprensión del amor como un libramiento total de si mismo al otro. Las carencias en el «sujeto ético», como llaman algunos a la falta de voluntad y de dominio propio para asumir las responsabilidades y aceptar las contrariedades, y las presiones ambientales que imponen un estilo de vida superficial y lleno de reclamos, las atracciones que ofrece un mundo atractivo, pero que al final, queda vacío y desencantado, no ayudan a quererse de verdad y están causando estragos.

Conocer, pues, la condición humana ayuda al propio crecimiento. Pensar que hay suficiente solo con la palabra dada es pura ingenuidad. En ningún otro ámbito de la vida pública se acepta esto. Por ejemplo, en la vida económica, hace falta  tener los contratos bien ligados. El amor esponsal, como toda dimensión humana, está marcado por la fragilidad. El pecado original dejó una buena herida en las potencias humanas. De aquí que necesitemos de soportes que garanticen nuestra entrega. Hacer pública la unión entre un hombre y una mujer es un nuevo soporte y una nueva garantía de continuidad, por un doble motivo. Primero, porqué uno se compromete, no solo ante la propia esposa, sino también ante la sociedad a la cual ha manifestado su resolución de vida conyugal. Un mayor compromiso manifiesta una mayor libertad y un mayor grado de madurez y de responsabilidad. Fallar a la esposa es a la vez fallar a la sociedad.

Existe, además, un segundo motivo, por vía de retorno, por el cual uno pide de este hecho público la parte que le toca a la sociedad. Con este compromiso se ha puesto como testimonio a la sociedad, lo cual significa que esta tiene algo que decir y hacer ante dicha unión: la sociedad, es decir, los padres, los amigos, las otras familias, la legislación, el entorno social, tiene el deber de recordar a los esposos su compromiso y darle soporte y poner las garantías para que salga bien como tal. Dicho de otra manera, los esposos, al manifestar públicamente su compromiso de iniciar un proyecto de vida  en común, lo que hacen a la vez es  señalar a todos los miembros de la sociedad que los ayuden a hacer posible aquello que inician. Quien se casa le dice al otro: «eres tan valioso que entiendo que la única manera digna de amarte es dándome todo yo, para siempre y sin condiciones, y como sé que soy frágil y tengo miedo de perderte, pido a toda la sociedad, padres, familiares y amigos, legisladores y gobernantes que me ayuden en mi propósito y me recuerden siempre mis compromisos.» Que manera más bonita de dejar constancia que el otro es de verdad la importante. Prescindir de este testimonio público significa, por contrapartida, dejar  el amor sin un soporte y un apoyo importante, debilitando el vínculo amoroso. Quien ama de verdad no solo no tiene miedo de darlo todo, sino que el mismo amor le lleva a asegurar todas las condiciones para garantizar la propia donación. Si no se hace así, uno no ama de todo corazón.

6- El amor hace falta que llegue a ser eclesial

Los argumentos aquí expuestos muestran que el hecho de manifestar el consentimiento mutuo ante la Iglesia llega a ser otro apoyo y una garantía más para remachar el amor conyugal. Al casarse por y en la Iglesia, uno pone a Dios y a toda la Iglesia, el Cuerpo místico de Cristo, como testigos, a los cuales reza por la ayuda necesaria, y les recordaran a los esposos su compromiso. Tener a Dios como testigo y como ayuda son palabras mayores. Ahora, si uno falla al cónyuge, también falla a Dios y a la Iglesia. A un mismo tiempo, los esposos pueden afrontar el futuro sin miedo y con esperanza porque en la raíz del su amor hay alguien, Dios, que todo lo puede.

No obstante, hay otra razón de la necesidad de hacer eclesial la vinculación esponsal. La historia bíblica nos aporta la luz. Durante siglos —de Moisés a Jesús— Dios aceptó el divorcio, el repudio, y «dispensa», en cierta manera, de un precepto de ley natural por la dureza de los corazones humanos (cf. Mt 19, 8). ¿Qué ha sucedido en la historia para que el mismo Dios cambie radicalmente las exigencias del amor humano, al pedir que regrese a los planes originales de Dios? La respuesta es la irrupción de Jesucristo, Dios hecho hombre, en la historia y su vida, pasión, muerte y resurrección que ha restablecido, por el don de la gracia, a la humanidad a la condición inicial y le posibilita vivir conforme a los designios divinos. La vocación más fundamental del ser humano, el amor, solo puede alcanzar su plenitud por un don de Dios: «el amor –escribe Juan Pablo II en la Carta a las Famílias– puede ser ahondado y custodiado solo por  el Amor, aquel amor que es derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado». Y remacha el Papa: «el amor, para que sea realmente hermoso, ha de ser don de Dios, derramado por el Espíritu Santo en los  corazones humanos y alimentado continuamente en ellos.» Sin Dios, sin Cristo, sin la Iglesia, sin los medios de la gracia, el amor humano no puede tener éxito, permanece frágil. Lo dice bien claro Nuestro Señor: «sin mi nada podéis.» (Jn 15,5). Si además de todas las argumentaciones que hemos expuesto hasta ahora, fuéramos conscientes de la realidad del matrimonio y de la familia como templos de Dios, iglesia doméstica, camino de santidad, hogar y custodia de las nuevas vidas llamadas a formar parte de un linaje santo y eterno –la familia de los hijos de Dios–, instrumento de santificación y escuela de virtudes y de santidad, entonces quedaría patente la grandeza de la vocación y de la misión de la unión esponsal. Prescindir pues del sello eclesial significaría mutilar y empequeñecer la verdad a la cual los matrimonios y las familias están llamadas por Dios.

7-Conclusión

Con este escrito hemos intentado dar respuesta a porqué nos hemos de casar. Hay argumentos sociológicos, eclesiológicos, antropológicos y éticos, el fundamento de los cuales es la correcta comprensión del amor o de la persona como a ens amans. «El hombre no puede vivir sin amor. El es para sí mismo un ser incomprensible, su vida queda privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y se lo hace suyo, si no participa vivamente. Por esto precisamente, Cristo Redentor, como ya se ha dicho, revela plenamente el hombre al mismo hombre.»

Aquí nos lo jugamos todo. Según como se entienda el amor, tendremos distintas concepciones de la persona, de la sociedad y de la actividad humana.

También hemos querido dejar claro como la realidad del amor reclama la lógica del don, una de les expresiones de la cual es aquella ley que el Beato Pere Tarrés reconocía de forma exclusiva vinculada a Dios –«para Dios solo existe una ley: la del todo o nada. Las almas grandes nunca se entregan a medias»–, pero que podemos hacer extensiva a la realidad del amor. El amor de verdad nunca acepta una entrega a medias, porque, como hemos mostrado, si uno no se da todo el, para siempre y sin condiciones, en realidad no se dá, sino que utiliza a la otra persona mientras esta cumpla aquellos criterios de aceptación que uno ha determinado. La otra persona deja de ser la importante en la relación y llega a ser solo medio para satisfacer aquello que uno piensa que es la propia realización. La contraposición es o el don de todo yo, para siempre y sin condiciones, o utilizar al otro. Y el otro con frecuencia no se agota en la pareja sino que abarca toda persona con la cual uno se relaciona.

Cuando falta la lógica del don, aparece irremisiblemente la lógica del utilitarismo, tan bien descrita por Juan Pablo II: «El utilitarismo es una civilización basada en producir y divertirse; una civilización de las cosas y no de las personas; una civilización en la cual las personas se utilizan como si fuesen cosas. En el contexto de la civilización del placer, la mujer puede llegar a ser un objeto para el hombre, los hijos un obstáculo para los padres, y la familia una institución que dificulta la libertad de sus miembros. Para convencerse, basta con examinar ciertos programas de educación sexual, introducidos a les escuelas, con frecuencia contra el parecer y las protestas de muchos padres; o bien las corrientes abortistas, que en vano tratan de ocultarse tras el llamado derecho de elección (pro choice) por parte de ambos esposos, y particularmente por parte de la mujer. Estos son solo dos ejemplos de los muchos que podrían recordarse.»

Solo una comprensión de la persona llamada por Dios por sí misma a la existencia, creada a imagen y semblanza de Dios, la plenitud de la cual solo puede conseguirse en la entrega sincera de sí mismo (cfr. GS 24) puede fundamentar la civilización del amor. «Sin este concepto del hombre, de la persona y de la “comunión de personas” en la familia, no puede haber civilización del amor; recíprocamente, sin ella es imposible este concepto de persona y de comunión de personas.»

No obstante, hace falta la presencia providente y amorosa de Cristo –raíz de la cual reciben la sabia los sarmientos– y su gracia transformadora, para que el matrimonio y la familia no estén expuestos a la amenaza de una especie de desarraigo cultural que puede venir tanto de dentro como de fuera, sino que con la fuerza de Dios lleguemos a ser la fuerza de Dios en medio de los hombres.