De la misma forma que quien ha robado, pongamos un millón de euros, no tendría verdadero arrepentimiento si no devolviera lo robado (o al menos tuviera un propósito firme de hacerlo), y por lo tanto su confesión sería inválida y la conciencia de su grave pecado le impediría ir a comulgar. Igualmente el que ha tomado la mujer a su prójimo ha de devolverla, en lo que esté a su alcance, (o al menos tener el firme propósito de hacerlo) para que su pecado le sea perdonado y pueda acceder a la Eucaristía, o a los sacramentos llamados “de vivos”, en gracia de Dios.

El Papa Francisco en “Amoris Laetitia” no deja de afirmar este principio cuando nos advierte que pueden darse situaciones de pecado objetivo que no sean pecado subjetivo. Ya que implícitamente afirma que si no se dieran atenuantes, si el divorciado vuelto a casar tuviera libertad, consciencia de lo que ha hecho, pleno conocimiento y consentimiento, no podrá, precisamente por misericordia real hacia él, acercarse al sagrado convite [ver números 1735 y 2352 del Catecismo y nº 301 de “Amoris Laetitia”] Y observemos que estos atenuantes genéricos que cita el Catecismo también pueden aplicarse al que ha robado el millón de euros de modo que no sea moralmente responsable (por ejemplo que sea un cleptómano, un maníaco del dinero, que roba compulsivamente…).

Decíamos que habrá que hacer lo posible para quien vive en mala situación una vida conyugal no se acerque a la comunión “por misericordia”: nos explicamos, ¿qué tipo de misericordia sería animar a quien conscientemente vive en una situación de pecado a cometer un pecado aún más grave, como sería el comulgar en desgracia de Dios, el cometer un sacrilegio? Ello no haría sino hacer más gravosa la cadena de pecado que lo tiene atado y que de no mediar arrepentimiento sincero podría conducirlo a la eterna condenación. Es evidente que acercar a alguien a su condenación es lo más opuesto a la misericordia. Una gran parte de la angustia de Jesús en la Cruz se debió a que “veía” la posibilidad cierta para los hombres de una condenación eterna. El está más interesado que nosotros mismos en salvarnos para la eternidad con Dios Trinidad.

Así, por tanto, aquéllos que banalizan o incitan a los divorciados vueltos a casar (con conciencia de su pecado y sin arrepentimiento) a comulgar son los más crueles para con estas personas que viven en situación irregular.

Por el contrario, todo comportamiento pastoral, y en ello incide el Papa Francisco, que abra un camino hacia la conversión real es verdadera y sublime misericordia. Dice así el nº 300 “en este proceso será útil hacer un examen de conciencia a través de momentos de reflexión y arrepentimiento”. Y enfatiza esta atención de buen pastor que deja las 99 justas por buscar a la oveja descarriada pidiendo que se realice una tarea de acompañamiento, aunque se parta de un nivel alejado de la perfecta voluntad de Dios.

Y para comprobar que el Papa no devalúa la disciplina sacramental que siempre ha imperado en la Iglesia Católica citemos en el nº 300: “evitar el grave riesgo de mensajes equivocados, como la idea de que algún sacerdote puede conceder rápidamente excepciones, o de que existen personas que pueden obtener privilegios sacramentales a cambio de favores”.

Muchas personas que vivían en mala situación conyugal han dado valiosos testimonios de verdadera conversión, de verdadero y real amor a Dios y a su pareja e hijos (no se puede amar a Dios y al prójimo sin cumplir los mandamientos, cfr. Veritatis Splendor, de Juan P. II), luchando contra las tendencias desordenadas de carne y corazón, abrazados a la cruz por ser fieles a Cristo y a la verdad de fe que se les hacía evidente. Y sólo se han acercado a la comunión tras vivir como hermanos, si es que un motivo grave les impedía separarse completamente. Y algunas de estas personas han esperado heroicamente hasta que la Iglesia ha sentenciado que su matrimonio – que si es verdadero es indisoluble – era nulo.

Y mencionemos un caso parecido del que fue protagonista la heroica niña chilena Laura Vicuña, elevada a los altares por Juan Pablo II, que al descubrir que su madre vive conyugalmente mal, ofrece su vida por la conversión de su madre. Y ante su sincero cambio de vida, Laura, con sólo 12 años, y en su lecho de muerte, exclama: “ahora ya puedo morir contenta”. Nos habla este caso de lo serio que es incumplir la voluntad de Dios en materia grave, y de cómo la oración y el sacrificio heroico pueden salvar a nuestros seres queridos.

Citemos unas palabras en la “Amoris Laetitia”, en que el Papa comenta el episodio evangélico de la Samaritana, en que refiere que Jesús “dirigió una palabra a su deseo de amor verdadero para liberarla de todo lo que oscurecía su vida y conducirla a la alegría plena del Evangelio”. Jesús que es Amor y Misericordia y también Verdad infinitas, no deja de decirle la verdad a la mujer de Samaria: “Bien dices: No tengo marido, porque cinco tuviste, y el que ahora tienes no es tu marido.” (Juan 4, 18). Es decir, como comenta el Papa, que ella parte de algo que “oscurece su vida” (la mala situación en su vida conyugal), aunque desea “el amor verdadero” (ver palabras del Papa), el agua que brota hacia la eternidad “dame Señor de esta agua”.

También el Papa se hace eco en diversos pasajes de que no puede separarse caridad y verdad: Si el médico no diagnostica con verdad la enfermedad que uno padece, no puede dar el remedio, una misericordia real, que salve al paciente. No dar importancia como si de nada se tratase a una vida alejada de la voluntad de Dios, nos conduciría a que esa enfermedad moral no tuviera remedio, y lo contrario, no ocultar su gravedad, conduce a la curación, la conversión y salvación.

Javier Garralda Alonso

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