Pedro Tarrés fue médico competente y cuidaba a sus enfermos como si cuidase a Cristo. Después se ordenó sacerdote: se diría que no tenía bastante con cuidar al enfermo, sino que quiso ser enfermo por amor a Dios y a las almas. Cuando se enteró de que tenía cáncer, se alegró: “es lo que yo pedía”.

Dijo: “¡Qué dulce es amar sufriendo! Al principio este amar sufriendo puede parecer amargo; pero cuánto más se ama, más dulce es. ¡Qué dulzura y qué paz!” [Pere (Pedro) Tarrés, “Diaris íntims”, Barcelona, 2000, pág. 208]]]íntims”, Barcelona, 2000, pág. 208].

Y, con palabras de una testigo presencial de su enfermedad final: “La enfermedad era grave, sería larga y dolorosa, y afrontaba con paciencia constante el intenso dolor, día a día y hora a hora, alegre de haber sido escogido como víctima, alegre de que su ofrenda hubiera sido acogida en el seno de Dios. Nos lo decía claramente: “¿No se siente contenta de que el buen Dios (me) haya escogido como víctima? Ha de estarlo mucho y aceptarlo con gozo como yo lo acepto””. (Ibídem, pág. 209).

La pedagogía de Dios nos invita, progresivamente, a lo sublime: a unirnos íntimamente a la Cruz redentora de Cristo.

Años antes la Virgen dialogaba con tres niños en Fátima, el 13 de mayo de 1917: “– ¿De dónde es usted? – Soy del Cielo. ¿Queréis ofreceros a Dios para soportar los sufrimientos que Él os quiera enviar, en reparación por los pecados y en súplica por la conversión de los pecadores? –Sí, queremos — Vais pues a tener mucho que sufrir, pero la gracia de Dios será vuestro consuelo”.

Puede que nos desanimemos al contemplar a estos gigantes del amor, adultos o niños, y que pensemos que esto no es para nosotros que nos angustiamos hasta por un pequeño malestar, pero la alegría con que Pedro Tarrés afrontó su enfermedad, e incluso, como veremos, su entrañable sentido del humor, nos pueden animar a seguir sus pasos, si no tánto como él, siquiera como oferentes de 2ª ó 3ª división futbolera.

También nos puede animar lo que dice otra alma víctima, del siglo XIX, con luminosa humildad,  Santa Teresita del Niño Jesús: (Obras Completas, págs. 261-262): “Antiguamente, sólo las hostias puras y sin mancha eran aceptadas por el Dios fuerte y poderoso. Para satisfacer a la justicia divina se necesitaban víctimas perfectas (…) Per a la ley del temor ha sucedido la ley del amor (…) Sí, para que el amor quede plenamente satisfecho, es preciso que se abaje hasta la nada y transforme en fuego esa nada”.

Digno del amor humano más noble es la persona distinguida que se enamora de una mujer plebeya y la eleva a la dignidad de esposa. Pero el amor divino excede infinitamente al amor humano más ideal. Y Dios se glorifica al abajarse y elevar a lo que no es, a la altura de su amor infinito, fijarse en lo pequeño y mísero para comunicarle los destellos de su caridad sin límites, su fuego devorador. Así, si estamos convencidos de nuestra pobreza, habremos dado un primer paso en la estela de estos santos tan pequeños y tan grandes.

Sigamos, con nuestras limitaciones, los pasos de Pedro Tarrés, que decía: “Me he dado totalmente sin reservas, plenamente como víctima; me he abrazado a la Cruz de Jesús. Que haga de mí lo que le plazca” (“Diaris íntims”, pág. 225). Y que en la página 203, se muestra alborozado: “Qué gracia me ha hecho Dios, nuestro Señor, con esta enfermedad. Estoy dispuesto a todo, y los días que sean. Estoy tranquilo y los días se me pasan volando”.

Y, en sus dolores, llevados con paz y alegría, no perdió su sentido del humor, y terminemos con esto: “Soy una pelota en las manos de Jesús, lo veo claro, yo le dejo jugar lo que quiera, comprendo muy bien la frase de Santa Teresita; que lo hagan así las almas, es la donación de niño pequeño” (A esto siguió un grito de dolor) – ¿Qué pasa? Le preguntamos: — “Nada, es que Jesús ha marcado un gol” (Ibídem, p. 214).

Javier Garralda Alonso

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