La puerta está siempre abierta, pero hace falta que entremos

El entrar es reconocer y dolernos de nuestros pecados, es el arrepentimiento con propósito de no pecar más.

Quienes venden, como en un supermercado, una misericordia-ídolo, una misericordia automática, que no requiere nada del pecador, falsean el amor de Dios, que nos ha hecho libres y que no se impone violentando nuestra libertad.

Por desgracia hay, también entre sacerdotes desencaminados, quien afirma que sea cual sea la actitud del hombre o mujer pecadores, la misericordia de Dios siempre actúa efectivamente. Y, no se sabe si son conscientes de que si su opinión es creída cierran las puertas a los hombres a la misericordia real de Dios.

Así, por ejemplo, quienes animan a los divorciados vueltos a casar a que comulguen sin tener propósito de acabar su situación de pecado, no saben lo que se dicen. Porque cierran al divorciado el camino a la misericordia de Dios sobre ellos, al cerrar su corazón al arrepentimiento (aparte de animarles a cometer pecado sobre pecado).

La puerta de la misericordia de Dios siempre está abierta, pero hace falta que el hombre pecador pase por esa puerta: entonces sentirá una alegría celestial, como si pasara de la oscuridad y angustia a una luz inefable y a una paz interior como un mar de calma.

Pero si el hombre, o mujer, no dan ese paso de un sincero arrepentimiento y propósito de enmienda, la infinita misericordia divina no actúa sobre él, o ella, y no porque Dios tenga defecto y acorte el brazo omnipotente de su misericordia, sino por defecto del pecador que se niega a entrar en el recinto verdadero del perdón.

Ejemplos tenemos en el Evangelio de cómo Jesús insiste en que los perdonados no vuelvan a pecar (tengan propósito de ello):

Así, en Juan 8, 10-11, Jesús habla a la adúltera sorprendida en adulterio: “¿Nadie te ha condenado? –dijo ella: Nadie Señor. –Jesús dijo: Ni yo te condeno tampoco; vete y en adelante no peques más”.

Y también en Juan 5, 14, en el pasaje del curado en la piscina de Siloé (o Betseda): “Mira que has sido curado; no vuelvas a pecar, no sea que te suceda algo peor”.

No es la gravedad del pecado impedimento para que actúe el infinito perdón de Dios si el culpable está verdaderamente arrepentido.

Como ejemplo de esta infinitud de la misericordia divina, citemos el caso de una prostituta, de tiempos antiguos, que está en camino de verdadero y radical arrepentimiento y a la que Jesús acaricia con sus palabras que son verdad y perdón:

(Voz del Señor a una prostituta:) “Luego, ¿por qué?…¿Por qué te has arrancado tus alas de pequeña inocente? ¿Por qué has pisoteado un corazón de padre y un corazón de madre para ir tras de corazones inciertos? ¿Por qué has doblado tu voz pura a mentirosas frases de pasión? ¿Por qué has quebrantado el tallo de la rosa y te violaste a ti misma? Arrepiéntete, hija de Dios. El arrepentimiento renueva. El arrepentimiento purifica. El arrepentimiento sublima. No te puede perdonar el hombre. Ni siquiera tu padre. Pero Dios puede. Porque la bondad de Dios no tiene parangón con la bondad humana y su misericordia es infinitamente más grande que la miseria humana. Hónrate a ti misma haciendo que tu alma, con una vida honesta, se haga digna de honra. Justifícate ante Dios no volviendo a pecar más contra tu alma. Toma un nombre nuevo ante Dios. Es el que vale. Eres el vicio. Conviértete en honestidad, en sacrificio, en mártir por tu arrepentimiento. Supiste bien martirizar tu corazón para que la carne gozara. Aprende ahora a martirizar la carne para dar a tu corazón paz eterna” (…) “Dios espera a todos y no rechaza a nadie de los que se arrepienten” (…) (María Valtorta, mística italiana del siglo XX, “El Hombre Dios”, volumen I, pág. 767)

En este año de la Misericordia que el Papa Francisco inauguró abriendo la puerta de un templo, vayamos más allá del símbolo y pasemos, entremos, por la puerta de una verdadera contrición y arrepentimiento y llegaremos al reino de la paz y alegría interiores, a ser hijos del Padre celestial con los reencontrados derechos de primogénito, como si fuéramos inocentes.

Javier Garralda Alonso