Muchos mortales, que no somos ángeles y que no vivimos siempre de puro amor, decimos “puedo hacer lo que quiera, lo que sea, porque al final todo saldrá bien”. Es el extendido error de que todos se salvan.

Algo distinto parece decir el Evangelio, cuando nos amonesta: “Entrad por la puerta estrecha porque ancho y espacioso es el camino que conduce a la perdición y son muchos los que van por él”.

Y, por otra parte, el mismo Evangelio, afirma que en el Juicio Final dirá el Señor a los de su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed…” Aquí parece dar por supuesto que habrá algunos que serán condenados.

Sin embargo, incluso famosos teólogos, han dado alas a la idea, un poco estrambótica, de que sí, el infierno existe, pero no habría allí humanos. (Y a la luz del moderno énfasis de que Cielo, purgatorio e infierno son más bien “estados” del espíritu que “lugares”, no se entendería que un “estado” estuviera vacío, pues en ese caso no existiría ese estado, no existiría pues el infierno, y, en cambio, la existencia del infierno es de fe).

¿Y qué han dicho los últimos Papas al respecto? Del santo Papa Juan Pablo II, recuerdo que en una estancia en el santuario de Fátima, citó haciéndolas suyas unas palabras que la Virgen dirigió a los niños (dos de ellos ya canonizados): “Rezad y haced sacrificios por los pecadores, porque son muchos los que van al infierno porque no hay quien ore y se sacrifique por ellos”.

En cuanto al Papa de feliz memoria Benedicto XVI, en la encíclica “Spe salvi” habla del tema, dejando clara la posibilidad de condenación eterna. Lo cual aclaró en una reunión con el clero de Roma el 7 de Febrero del 2008, a pregunta de un religioso: (citamos sólo los párrafos significativos)

“Cuando no se conoce la posibilidad del infierno, del fracaso radical y definitivo de la vida, no se conoce la posibilidad y la necesidad de la purificación”. “Actualmente se suele pensar: “¿qué es el pecado?, Dios es grande, nos conoce, así que el pecado no cuenta, al final Dios será bueno con todos”. Es una bella esperanza. Pero existe la justicia y existe la verdadera culpa.”

“He intentado decir: tal vez no son muchos los que se han destruido así, los que son insanables para siempre, los que carecen de elemento alguno sobre el que pueda apoyarse el amor de Dios, los que no tienen en sí mismos una mínima capacidad de amar. Esto sería el infierno”.

Y todo esto concuerda con la tradición y vida de los santos. Así una santa muy popular, Santa Teresita del Niño Jesús escribe: “Celina, durante los “cortos instantes” que “nos quedan” no perdamos el tiempo…, salvemos almas…Las almas se pierden como copos de nieve” … (Carta a Celina, 14-7-1889). Pero si creyéramos que las almas están automáticamente salvadas ¿qué sentido tendría una vida de penitencia y amor heroico para colaborar con el amor redentor de Cristo y cooperar en la salvación de los pecadores? ¿Por qué tendríamos que angustiarnos de que un familiar o amigo esté alejado de Dios?

Es evidente que este error desmoviliza las fuerzas apostólicas y espirituales, es una especie de opio adormecedor del espíritu, que orilla la realidad del pecado, de la libertad real del hombre, o mujer, y de la propia Redención de Cristo, que sí, potencialmente nos ha salvado a todos, pero siempre que cooperemos y aceptemos su redención. “Dios que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti”, decía San Agustín tras su conversión.

Se dice: si Dios es infinitamente misericordioso, ¿cómo puede permitir que alguien se condene? La voluntad de Dios es que todos y cada uno de los seres humanos se salven. Esto es evidente puesto que Dios es amor, pero el amor conlleva el respeto a la libertad con que el Señor ha dotado al hombre. Por amor verdadero Dios respeta y no fuerza nuestra libertad. Ya que es imposible que alguien ame a la fuerza. Y el que no quiere salvarse, pese a todos los auxilios superabundantes de la Bondad divina, no se salvará.

Dios ama incluso a quienes se han condenado, pero éstos que ya están definitiva y desesperadamente cerrados al amor a Dios y a los hermanos, son ya incapaces de decir sí al Amor, y eso es precisamente el infierno, la elección de una actitud de odio, que violenta la aspiración más íntima del ser humano y por tanto es raíz de una eterna y desgarradora infelicidad.

No es una llamada al temor, sino más bien a la responsabilidad consciente, ya que la falta de amor, el pecado, tiene terribles consecuencias en la vida presente y en la del más allá. Palabras como arrepentimiento o conversión no sólo están tan vivas como siempre, sino que son especialmente urgentes. (Cfr. “Rayos de Luz”, p. 107, 2011)

Javer Garralda Alonso