Cuando uno no cree en un Dios bueno, en un Dios que es amor, puede tener una imagen distorsionada y pesimista del mundo y del universo. Si cree que su omnipotencia no es omnipotencia de bondad, insensiblemente se verá inclinado a imitar a este dios ídolo falseado en que cree, y a ser así astuto y racional o, peor aún, maligno y racional, pudiendo superar en su ceguera la crueldad de los animales, que sólo matan para comer.

Y es que algunas creencias son vitales; algunos, que podemos llamar “dogmas”, son la voz de la vida, del optimismo vital, de la bondad del hombre, de su salud moral, y entre ellos, quizá no haya otro más importante que creer en un Dios bueno, que es a la par Dios todopoderoso y amor infinito. ¿Pero qué nos dice la razón al respecto?: Que podemos vislumbrar la bondad de Dios, si creemos que Él es el origen de todo ser, que es la causa sin causa de todo.

En efecto, cuando afirmamos que Dios no es bueno es porque añadimos, refiriéndonos a algún mal “si yo fuese Dios no habría permitido esto”, y tácitamente pensamos que nosotros somos mejores que Dios. Ahora bien, ¿de dónde nos vendría esta nuestra bondad? Ya que no somos nosotros la causa de nuestra existencia; nuestro ser nos viene de nuestros padres, y, en última instancia de Dios, y ¿cómo puede ser que nosotros seamos mejores que quien es nuestro origen y causa última? Pero si nuestra bondad procede de Dios vemos que es un contrasentido lógico afirmar que Dios no es tan bueno como nosotros. Y si nuestra bondad viene de Dios, Dios nos debe igualar o superar en bondad, como iguala o supera la bondad del hombre más bueno que haya existido o existirá. (La Fe nos dice que la supera infinitamente: Él es bondad infinita).

Vemos pues que frente el escándalo del mal, la propia razón nos hace deducir que Dios es bueno. Por tanto, nos queda preguntarnos por qué existen cosas malas, si Dios es bueno y omnipotente. Y la Fe nos explica que todo mal proviene del mal uso de la libertad de unos seres libres, del pecado.

Ahora bien, alguno podría preguntar: ¿y por qué Dios nos hizo libres, nos dio libertad incluso para rechazarlo? Es que el amor no puede existir sin libertad, nadie puede amar a la fuerza. Y Dios nos ofrece pues, con la libertad, la posibilidad de amar, de imitarle a Él mismo, de divinizarnos, de alcanzar el Cielo. Por más que nuestra libertad supone la posibilidad de un uso desviado de la misma: la posibilidad del mal moral, una de cuyas consecuencias es también el mal físico. Pero la luz, la libertad, es buena, aunque exista su ausencia o su mal uso, la oscuridad, el pecado, el mal.

De este modo, Dios que es infinitamente poderoso e infinitamente bueno, nos ha creado, por bondad, libres, con una voluntad no constreñida, y es absolutamente respetuoso con esta libertad creada y querida por Él, de modo que podemos decir que su omnipotencia se ve como limitada, voluntariamente limitada, por lo que decidan libremente los hombres. Ahora bien, los hombres deciden a veces cosas malas, los hombres a veces pecan, se rebelan contra el amor, contra el bien, contra la verdad, contra Dios. He aquí el origen del mal.

Pero como Dios además de bueno es omnipotente, de los males que Él permite sacará bienes mayores. Como dice el refrán “no hay mal que por bien no venga”. Así del mayor mal de la Historia, la terrible pasión y muerte de su Hijo Unigénito, de Dios mismo, sacó el mayor bien: la salvación eterna de todo aquél que se acoge en Jesús a su infinita misericordia.

Javier Garralda Alonso